El
barón Ruiperez había perdido la cabeza. No es que hubiese
enloquecido de repente, sino que ahora era solamente tronco y
extremidades. Rondaría los setenta, bastante bien llevados como
podrán suponer de su linaje y sus pocos madrugones. Y eso que
nuestro barón, en su mocedad, a punto estuvo de dilapidar su
fortuna. Fortuna que hasta hoy le había acompañado durante todos y
cada uno de sus días. Pues amen de sustanciosas cuentas en Suiza y
diversas propiedades, había sobrevivido a un par de infartos, a un
accidente de helicóptero sobrevolando la selva Amazónica y a un
ataque felino durante un safari en Kenya. Pero sobre todo había
sabido salvaguardar su patrimonio de sus tres matrimonios anteriores:
en primeras nupcias con su prima María Antonia de Ruiperez y Perez,
prontamente seguido de sus esponsales con la duquesa de Lamasón y
exóticamente culminado con la cantante cubana Blanquita Montaner.
Ninguna de ellas le había sacado más que algún pisito céntrico,
que el barón ni siquiera pisaba, y de los cuales no le costó
desprenderse.
Pero
volvamos al tema que nos ocupa: el extravío de su cabeza. La
desaparición tuvo lugar en los Alpes suizos, supongo que en alguna
de las exclusivas estaciones de St Moritz. Allí se pierde
definitivamente la pista de su noble testa. Sabemos que al barón no
le entusiasmaba esquiar acompañado. Es más, aborrecía las colas y
las aglomeraciones que se originaban siempre a pie de pista. Como
igual aborrecía a los muchachos que hacían snowboard, a los
principiantes que frenaban en cuña o los agudos gritos de los niños
maleducados, entre tantas otras cosas. También sentía especial
repulsión por aquellos nuevos ricos que se permitían el lujo de
tratarle como a uno más cuando se los cruzaba en los descansos, en
la concurrida cafetería de la estación. Él barón, como a él le
gustaba recordar, empezó a esquiar contando cuatro años, habiendo
tenido la desgracia de vivir la paulatina debacle de lo que para él
era más que un sano entretenimiento. Así que, de unos años para
acá, se había aficionado al esquí nocturno. Había de soltar un
buen pico por encender los grandes focos que acompañaban su descenso
y por mantener los telesillas en constante funcionamiento -¿Pero
para que sirve si no el dinero?- era una de sus afirmaciones mas
recurrentes.
Ahora
les ruego un poco de silencio, pues el barón esta a punto de
comenzar su ejercicio. Desde lo alto de la pendiente inhala con
lentitud. Parece querer absorber todo el aire de la noche. Eleva los
bastones hacia el cielo y se impulsa suavemente, con un grácil
balanceo. Ejecuta el slalom con agilidad, seducido por la fricción y
el sonido de sus esquíes, que van peinando la nieve con ligereza;
un anacoreta restableciendo el orden de los viejos tiempos, bailando
un vals con el noble medio. Marca un tempo en su vaivén extrañamente
apacible y lento. Solo la despejada noche y algún cárabo, oculto
entre los pinos, son silenciosos testigos. Se halla liviano, casi
flotando. Nunca antes había tenido esa sensación de encontrarse tan
insultantemente vivo. Se va dejando ir. Tanto que, poco a poco, se va
apagando el sonido y se concentra en el borboteo de su propia sangre,
que lo va inundando todo. La visión aun permanece por unos segundos.
Después se nubla por completo. El cuerpo conserva aún cierta
autonomía, la suficiente como para trazar un último zig-zag.
Después se restablece todo de nuevo y cae sobre la nieve como un
pesado saco viejo. Se arrastra por la ladera durante unos cuantos
metros, dejando atrás un rastro oscuro, hasta que al fin se detiene.
El
agente Van
Zandt ya las ha visto de todos los colores; y así le narra a su
ayudante Le Roy sus primeras impresiones sobre el caso. Este último
piensa, para sus adentros, que el agente Van Zandt ha visto
demasiadas películas de detectives y de que ya va siendo hora de que
se retire y deje paso a los jóvenes. El barón les observa desde lo
alto de un abedul. Su cabeza oculta entre el follaje. Mueve los ojos
a los lados y trata inútilmente de gritar. Emite un sonido ronco y
ahogado, apenas imperceptible. Su cuerpo sin cabeza yace inerte al
lado de dos hombres. Uno es bajo y regordete. El otro es bastante más
mayor, parece a punto de jubilarse, y viste como si fuera un
detective de una de esas viejas películas de cine negro. Examina sus
gestos, tratando de intuir lo que dicen. Parece que bromean acerca de
algo. Poco después desaparecen, abandonando sin prisa la escena.
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