martes, 18 de abril de 2017

No son Julia










-Está bien, Nikki, es la última ya. Eres un buen chico. Solo un poco más. Así, vamos, relaja.

Después suelta la correa y extiendo los brazos. Espero que esta vez sea verdad y sea la última. Desde que me administran esta mierda, allí abajo sigue sin ocurrir absolutamente nada. Efecto rebote, creo que lo llaman. Últimamente los veo más bien preocupados por mi salud. La edad, dicen. Que sabrán, siempre están con las comparativas, con sus ridículas equivalencias. Un año es un año y punto. Para ti y para mí. Trescientos sesenta y cinco días establecidos hace demasiado tiempo, los cuales tienden a discurrir sin apenas novedad. Ciertamente, el anterior destino era mucho peor. Aquí al menos tengo dos ejemplares, siempre a mi disposición. Solo para mí, de ahí lo del tratamiento. De cero a dos van dos, cuento con los dedos. Después me los meto a la boca, están salados. Y la comida ¡Menuda diferencia¡ Salgo ganando a todas luces.Y los niños ¡Odiaba a los niños¡ Pasé tres años en el dique seco y encima soportando aquel maldito calor. A eso hay que sumarle el ruido. Algo infrahumano. Ni una sombra, mas que el cobijo de un polvoriento toldo bicolor mientras duraba el espectáculo. Ya no sé que era peor. De ciudad en ciudad, siempre apretados en el aparcamiento de algún polígono. Solo sudo de pensarlo. Matándome a pajas durante tres largos años bajo un sol abrasador. Eso son más de mil días. Algún día echaré la cuenta.

Ahora veo como el doctor guarda sus jeringuillas. Lo hace en una funda de cuero marrón que cierra con una cremallera dorada. Actúa con sumo cuidado, como si fuesen muy frágiles. La verdad es que el tío madruga, pues apenas amanecía cuando ya estaba escuchando el chillido de la verja. En cuanto asomé el morro le vi descendiendo a toda prisa por el prado, con el dichoso maletín. Nunca me había fijado en que cojeaba. Sería una presa fácil. Le hago un gesto con la mano y se aparta. Distancia de seguridad. Recoge la maleta y se despide con un Nos vemos, Nikki, guiñándome un ojo y disparando simultaneamente con el dedo. Me doy la vuelta y me tumbo de lado sobre el suelo. No tengo porque reírle las gracias a este gilipollas. No figura en el contrato. A ver, el hombre solo intenta ser amable. Hace su trabajo, pero no es Julia. Con él no tengo la sensación de que sobren las palabras, de que una mirada a veces solo baste para comprenderlo todo, también el dolor. Creo que al final me acabé enamorado. Me hubiera gustado demostrárselo de alguna manera, pero no lo hubiera entendido. Nunca quise hacerle daño. Lo juro, jamás. Reajuste de plantilla, escuché por casualidad, al otro lado de la verja. Nunca volvió. Adiós querida Julia. Cierro mis ojos tratando de recordar los suyos, cuando el dispositivo se enciende. Hay un zumbido y después el metraquilato comienza a ascender con la habitual lentitud. 

Cuando al fin la apertura me lo permite, salgo al exterior. Llega el desayuno. Primero yo, después van las chicas. Parece que aún sigo siendo el temido Nikki. Viejo y peludo cabrón. Un privilegiado, dicen, uno entre un millón, así fui siempre anunciado. Como hasta hartarme, rebañando el plástico del envoltorio con la lengua; recibiendo los primeros rayos sobre mi ancha espalda, que brilla plateada bajo el sol. Ahora , temprano, es cuando estoy de mejor humor. Mi carácter ha mejorado en cierta manera desde que estoy aquí, nada que ver con aquel infierno sin vegetación. De eso no hay duda. Pero no te quejes Nikki, esto es casi como estar en casa, me dicen. Nos ha jodido, te cambio el plan: me iré a vivir a tu chabola, me comeré a tus tres hijas, me quedaré con tu coche, con tu pasta, con tu impoluta conciencia ¿Te parece? En fin. Antes de que esto se anime, me acerco al grifo a refrescarme. Entonces aprovecho y me siento bajo el árbol, a la sombra del ángulo muerto, lejos de las miradas curiosas. Esta es una de las razones por la que nunca fui bien visto aquí. Nikki eres un tipo demasiado solitario para este lugar. Aquí nos gusta la exhibición, la interactuación, el espectáculo, si es que algún día te dignases a ofrecérnoslo. Para eso te trajimos. No nos gusta tu rollo taciturno, trataron de amenazarme al principio. Ya ni siquiera insisten, tiraron la toalla conmigo. No eres el rey del mambo, Nikki, ya vas para viejo. La gente se olvidará de ti. Nadie vendrá a visitarte. Bla, bla, bla. Que los zurzan. Me paso días sin ver a nadie, a veces ni a las chicas. Solo me acerco cuando me apetece hacerlo. Para eso las trajeron, para satisfacerme. Yo soy aquí Mahoma, ellas pequeñas montañas, colinas si prefieres. No se pueden quejar, viven a todo lujo gracias a mí. Vale, son monas y complacientes. Una demasiado joven, la otra demasiado mayor. Podrían ser madre e hija. Es probable que lo sean. Me es igual. Solo es sexo, no son Julia.

Cuando abro los ojos la sombra del árbol ya ha desaparecido. El tiempo en esta región es impredecible, por lo que he aprendido a ser cauto en mis vaticinios. Después de haber amanecido uno de esos días despejados que preceden al verano, las nubes han optado por encapotar la cima de Peña Cabarga, cubriendo la ladera y dejando una sensación de humedad que anuncia lluvia y quizás tormenta. Me agrada esta temperatura, parece que uno pudiera respirar mejor. Aparte de que cuatro nubes en el cielo, y la posibilidad de chubascos, siempre espantan a los turistas, que prefieren no perder el tiempo y gastarse el dinero en la gastronomía local. Me reincorporo, estirando los brazos, tratando de inspirar todo el aire del valle. Después arranco una hoja de menta y la saboreo con paciencia. Escupo la argamasa verde ya sin sustancia y me acerco a la pared norte del recinto vallado. Aprovecho para mear. Cuando termino percibo una presencia cercana. Apenas a cuatro metros sobre mí cabeza, una pareja de ancianos vestidos con chubasqueros amarillos tratan de instalar un trípode y discuten en alemán. Salgo bordeando el muro, evitando que me vean, mientras voy perdiendo sus voces bajo el creciente rumor de la cascada artificial que desciende por la pared de piedra roja. Avanzo unos metros y me adentro entre los matorrales bajos de brezo, buscando otra zona ciega.

Desde aquí distingo a las chicas, dándose un chapuzón en el riachuelo, así que trato de no hacer ruido y salgo de los arbustos en dirección a la parte sur. Rodeo el edificio principal cuando oigo las risas de los operarios, las mangueras a presión rebotando sobre el suelo y la pared. Estoy por presentarme de imprevisto para interrumpir la maniobra y hacerlos salir pitando de allí, pero hoy Nikki no está para bromas. Me siento sobre una gran piedra plana a esperar que terminen su tarea; y así regresar al interior del complejo para echarme una siesta antes de comer. Dos gotas resbalan despacio sobre mi prominente cabeza, alertándome de lo que está a punto de suceder. Alzo mis pequeños ojos a la señal. Entonces es cuando ocurre; lo que tantas horas agitó mis pensamientos durante estos interminables meses de cautiverio; lo que con tanto ahinco deseé; lo que primero me sacude en forma de olor y pronto se convierte en una silueta menuda, dibujada todavía en la distancia. Solo ella conoce mi recorrido, solo Julia sabría donde encontrarme. Me levanto de un salto y me acerco presuroso, derramando las primeras lágrimas, hasta el promontorio donde se eleva cada vez más nítida su figura. Ahora ya corro hacia ella, tratando de mantenerme erguido. Mis brazos se balancean de un lado a otro sin control, el corazón latiendo casi a la altura de la garganta.

Cuando llego al pie de la verja ya no hay duda. Unos ojos verdes y redondos como faros atraviesan el gris plomizo de la mañana, tengo que frotarme los míos para poder contemplarla bien. Es ella, sostiene un paraguas rojo con mango de madera. Se ha cortado el pelo, casi tan corto como un muchacho. Está un poco pálida y algo más delgada, pero sigue estando preciosa. No puedo contenerme y golpeo mi pecho con fuerza, aunque se que no le gusta que lo haga. Mis músculos retumban en todo el valle y puedo escuchar a los elefantes al otro lado del parque devolviéndome el saludo. De pronto una sombra se le arrima por detrás. Tengo que retroceder un paso para ver bien lo que esta ocurriendo arriba. Es un hombre. Se acerca con la cautela del que se desliza por un campo minado. Lleva gafas de pasta y cuatro pelos peinados hacia atrás. Julia se percata de su presencia y le hace un gesto con la mano para que retroceda, pero el hombre parece no advertir su consejo y se acerca con curiosidad a la barandilla para echar una ojeada. Sobre su enclenque pecho cuelga un arnés con un saco. Dentro puedo atisbar una pequeño bulto negro. Primero recibo su dulce olor, después su llanto. Vuelvo a golpearme el pecho, hasta que me duelen las manos. Retrocedo unos pasos más y cojo la suficiente carrerilla para saltar hasta alcanzar la mitad del barranco. Clavo las uñas sobre el barro y en un último esfuerzo consigo llegar hasta la primera zona de seguridad. Una de mis patas se ha quedado enredada entre el alambre de espino. Ayudándome con un brazo tiro de ella hasta que la suelto. La sangre comienza a brotar. Solo un impulso más y le tengo casi a tiro. Entonces recibo la primera descarga de la valla alta. Me quedo un rato pegado a ella bajo la fina lluvia, aspirando el penetrante olor a pelo chamuscado. Después me invade una especie de alivio y caigo de espaldas. Un avellano amortigua el golpe. Todavía me sacudo un par de veces en el suelo, mientras el motor del coche consigue arrancar al segundo intento.

Situadas a escasos metros del avellano, las chicas me observan, guardando una distancia prudencial. Acaban de llegar del riachuelo, aún lucen empapadas. Supongo que lo hayan visto todo. Ambas dan vueltas rápidas sobre si mismas y tienen los ojos como platos; detalles que las delatan. La mayor se acerca para tratar de auxiliarme, pero me levanto por mi propio pie y la aparto con el brazo. No necesito su ayuda. Me alejo cojeando, camino del complejo, dejando atrás un pequeño rastro de sangre. Puedo sentir su lástima, clavándose como un puñal en el centro de mi espalda. Después el cielo se enciende de un repentino chispazo. Cierro con fuerza los ojos, apretando la mandíbula. Un árbol cruje en algún lugar del bosque y antes de que se oiga el estallido se pone en serio a llover.