¿Que llevas junto al brazo?
¿Es guante de guillotina
o luz que se avecina?
¡Qué es¡¡Qué es¡
-La Banda Trapera-
I
Tiene
gracia. Hará cosa de dos meses, en una librería de viejo del centro
(la cual no suelo frecuentar) me topé con una antología del año 94
en donde salía uno de sus poemas. Se llamaba Felpudos y no
era lo que se dice gran cosa. Superada la sorpresa inicial, me
conmovió y levantó una leve sonrisa ver que en aquel papel se
plasmaba uno de sus escritos. Sobre todo porque él siempre juró que
jamás había publicado ni publicaría nada; pues cualquier
manifestación artística, aseguraba, tenía fecha de caducidad. Mas
si uno era coherente, acabaría renegando de ella. Por lo que era del
todo ridículo, según su opinión, tratar de echarle un pulso al
tiempo. Contra (supongo) su voluntad, esté hoy vivo o muerto, puede
que al final de este relato me anime a plasmar aquel poema como
pequeña venganza y humilde homenaje.
Me llamó
la atención que se tratara de una antología publicada por el
ayuntamiento de Santander bajo el nombre de: Jóvenes talentos de
la poesía montañesa II. Sobre todo porque para nosotros el
poeta no era lo que considerábamos un chaval. Rondaría los treinta
y pico entonces, pero ya era un hombre curtido. Completamente calvo y
miope. Súmenle una ligera cojera que le había dejado de recuerdo
una meningitis mal curada. Llevaba siempre unas gafas de montura
metálica, que se sostenían de milagro en la punta de su nariz
aguileña, y vestía con el mal gusto de los pijos de entonces. No
alcanzaba el uno setenta, y por sus rasgos lechosos y las pecas que
salpicaban sin piedad su rostro, apostaría que había sido pelirrojo
en su niñez. Pero si algo nos impresionaba de Juan José Blas,
aparte de su amplio conocimiento de lo que él mismo llamaba la
cultura marginal, era su afición por el caballo. La heroína ya
no estaba de moda, pero él todavía cabalgaba. No se chutaba, solo
la fumaba (o eso decía) . Hablaba siempre ''del tema'' desde un
punto de vista creativo y experimental, queriendo ponerse al nivel de
un De Quincey, un Burroughs o de alguno de los decadentistas
franceses. Por otro lado, no tenía intención de que los más
jóvenes nos introdujésemos en lo que él llamaba su desgracia. No
se bien si por una especie de paternalismo responsable o bien por no
compartir.
Había
vivido en Londres y en Berlín (donde se había enganchado) justo
antes de que cayera el muro y hasta un poco después, gustaba
decir. Afirmaba haber estado allí de fiesta con Iggy Pop y su
séquito en más de una ocasión. Entonces no le creí, y ahora lo
hago menos. También había vivido en Madrid y aseguraba conocer las
Barranquillas como la palma de su mano (eso sí me lo creía). Al ser
de buena familia, sus intentos por rehabilitarse, habían sido tan
numerosos como fallidos. Pero como suele ocurrir, en el fondo, él no
quería dejarlo y la mayoría de las veces ''las vacaciones'' le
habían servido de excusa para atiborrarse con las pastillas que
correspondieran a cada nuevo y definitivo tratamiento. -No lo
pruebes nunca, tío- me decía, clavándome aquellas
microscópicas pupilas, mientras se rascaba con saña las
extremidades.
La
última vez que le vi (como olvidarlo), fue una tarde de verano a
mediados de los noventa. Yo andaba vagando por la zona de Vargas,
haciendo tiempo, esperando a que bajase alguien que me invitase a un
canuto y me diera algo de palique. Como mis padres vivían cerca,
siempre solía llegar de los primeros a los bancos del parque. Pero
ese día coincidió que había un festival en algún pueblo cercano y
nadie se pasó por allí a lo largo de la tarde. Serían sobre las
ocho cuando vi a Juan José Blas cruzando el semáforo de San
Fernando, dirección a la Alameda. No me reconoció hasta que lo tuve
casi encima.
- ¿Que
pasa Chinaski?- me dijo- conocedor de mi debilidad juvenil por
Bukowski, y por marcarse un tanto que pudiese más tarde aprovechar.
- Ese
Blas ¿No vas al festi?
-¿A
cual?
-Al
de folk.
-Paso
de folkies, tío- respondió mientras se sorbía la nariz con un
pañuelo de tela, limpiando acto seguido las gafas con el mismo.
-Ya,
yo también.
Dudé en
principio preguntarle si tenía algo de chocolate para invitarme,
pero rápidamente pude comprobar que él ya estaba servido de otra
cosa.
-Que
solo andas.¿No?- dijo echando
un vistazo alrededor.
-Es
que todo el mundo se ha ido al festival - hube de recordarle, lo
cual evidenciaba que no me estaba haciendo mucho caso.
-Ah
ya, ya- replicó distraídamente, mirándose la punta de los
zapatos con la curiosidad del que los ve por primera vez. -¿Ubiarco?-
-Cabuérniga
- respondí- pero no me hagas mucho caso.
Todo el
mundo sabía que Ubiarco se había suspendido hasta nueva orden. Todo
el mundo, menos Blas.
Hubo un
silencio.
-¿Tienes
para una litrona?- me lanzó de repente, comenzando a usar ese
tono inofensivo del que nunca ha roto un plato.
-Tengo
solo quinientas pelas -respondí- pero igual paso a ver a Las
Furcias y tengo que pillarme el bus.
La
verdad es que no tenía intención de pasarme por el local de Las
Furcias (ni siquiera sabía si estaban allí), pero lo usé como
excusa para no tener que dejarle dinero.
-¿Puedo
acompañarte?- prosiguió con ese tono implorador, mientras ponía
en práctica una de sus muecas amables.
-Claro,
tío- contesté un tanto fastidiado, viendo que el tiro me estaba
saliendo por la culata.
-¿Que
tal va el grupo?- preguntó, tratando de mostrar algún interés
por mis asuntos.
-Ahí
seguimos- respondí, zanjando el tema.
Después
se sentó a mi lado, recostándose sobre el banco de piedra, y sin
ninguna vergüenza sacó una litrona de un pequeño zurrón militar
que llevaba colgado sobre el hombro.
-Ábrela-
me dijo con cierta condescendencia, mientras ponía delante de mis
narices una Skol de litro, sosteniéndola con una mano, como si fuese
un caro vino francés.
Comenzamos
la charla. He de reconocer que siempre disfrutaba de su conversación,
pues aunque aquellas narraciones eran de dudosa verosimilitud y
estaban llenas de contradicciones, eran sórdidas y jugosas. Pero lo
cierto es que su compañía me era grata siempre en pequeñas dosis y
en petit comité; por lo que presentarme de imprevisto en la
caseta con semejante personaje sabía que me reportaría más de una
severa mirada y posteriores recriminaciones. No quise darle más
vueltas. Ya era tarde para excusas. Además él no dudó en detener
la narración de sus aventuras en un par de ocasiones para recordarme
de nuevo el plan original de visitar a Las Furcias (quizás
motivado por su provocativo nombre). Blas debía de ser una rara
avis en su gremio. Siempre estaba salido. Su deseo, a pesar del
jaco, parecía mantenerse intacto, como también lo hacían sus
ilusiones, pues ninguna de mis amigas se hubiera acercado a un metro
de él, ni aunque hubiese sido el último hombre sobre la faz de la
tierra.
Apuradas
dos litronas (llevaba otra de repuesto en el zurrón) y varios Camel
después, nos dirigimos hacia la parada del autobús. El 6 llegó a
las diez en punto y Blas subió primero, rebasando sin mirar al
conductor, cojeando dirección a los asientos traseros que se
elevaban por encima del motor. Yo saqué el bono-bus tratando de que
no lo viera y tiqué dos veces. Me senté a su lado y permanecimos
callados un rato, viendo como la ciudad se iba quedando atrás, más
allá de Valdecilla y Cuatro Caminos.
-A
ver si están estas- le dije, tratando de atisbar el incipiente
oscuro paisaje y solo distinguiendo mi cara reflejada en el cristal.
No
recibí respuesta. Juan José Blas ya dormía acurrucado sobre el
asiento, y respiraba emitiendo un leve ronquido, con la boca
semiabierta.
Aprovechando
su narcótico reposo, comencé de nuevo a pensar una excusa que
ofrecer para cuando llegásemos, así como en el plan de regreso a la
civilización. En caso de que las chicas no estuvieran, nos quedaba
un último bus. Casi lo deseé, pues de lo contrario, no tenía ni
idea de como íbamos a volver (andando teníamos más de una hora y
Blas era medio cojo). Lo cierto es que no se me ocurrió ningún
argumento de peso que aportar sobre mi improvisada invitación, mas
que apelar a mi buena fe en no dejar colgado a nadie, incluyendo en
la categoría de ''nadie'' a un poeta heroinómano y caradura.
Como si
leyera mis pensamientos, Blas abrió un ojo. Una tos seca le
sobrevino. Una vez pasada, me observó por un momento, desconcertado.
Después sonrió levemente, apoyó la cabeza sobre mi hombro, y
volvió a dormir hasta que llegamos a nuestro destino.
II
En lo
que entonces era un polígono en ciernes, entre pequeños sembrados
de maíz y alguna desperdigada nave de chapa, se encontraba el local
de Las Furcias. No lejos de la costa, una sutil bruma vino a
recibirnos en cuanto nos apeamos en la última parada del autobús
municipal. Desde allí había que caminar por un sendero durante unos
diez minutos hasta llegar a las primeras naves. Rebasadas estas,
justo después de la vieja gasolinera por donde antes discurría la
carretera nacional, se abría de nuevo el campo y comenzaba la finca.
Allí se encontraba el chamizo. Los ladridos de un viejo pastor
alemán nos dieron la bienvenida.
-¡Callate,
Elvis¡- espeté al perro, tratando de mostrarme calmado y
confiado, aunque ligeramente preocupado de que no estuviera bien
atado.
La
finca, por la parte que daba al sendero, estaba cercada con una
valla, hecha de somieres y alambre de espino entrelazado. Pero apenas
rodeándola unos pasos terminaba la verja y se abría el acceso a la
propiedad. El dueño del terreno era el padre de Marta, la cantante
de Las Furcias. Director gerente de una empresa de maquinaría
agrícola que en su día fue sobre ruedas, había dilapidado sus
bienes en un par de años, cerrando todos y cada uno de los puticlubs
de la recta de Heras. Ahora esperaba la muerte, en forma de cirrosis
irreversible. Su mujer le había abandonado poco antes de la quiebra,
fugándose con un concejal tránsfuga del partido socialista. Su hija
entonces, en venganza adolescente, se hizo gótica y después punk,
bautizando a su banda como Las Furcias (en realidad Las
Furcias de Caín) quizás un poco a mala leche en mi opinión.
Dentro
del recinto había instaladas dos casetas de obra, una hormigonera
averiada y media docena de bidones oxidados repletos de mierda y agua
de lluvia. En su día se iba a haber construido un chalet familiar en
la parcela. De aquel ilusionante proyecto, solo había quedado para
la posteridad un suelo de hormigón del que despuntaban medía docena
de hierros doblados, apuntando a ninguna parte. A ese paisaje
pos-apocalíptico se había visto reducido el sueño de la familia
Castro ( acaba de regresar a mi memoria el apellido). En una de las
casetas se guardaban las herramientas y algunos materiales de
construcción para el frustrado proyecto, la otra había sido
habilitada por Marta como local de ensayo y lugar de reunión de la
escasa ''escena local''.
-¡Vaya
un muladar¡- recuerdo que dijo Blas, justo antes de que
llamáramos a la puerta, en uno de sus alardes léxicos.
Creo que
reí, debió de ser la última vez que lo hice (al menos a gusto) en
las horas venideras.
Me había
extrañado en un principio no oír los desafinados guitarrazos de Las
Furcias cuando nos acercábamos, pero atribuí el silencio a una
breve tregua dentro de su escaso repertorio. Cuando golpeé la puerta
metálica de la caseta, una voz ronca de hombre desde dentro gritó:
-¡Abre
y mira a ver quien cojones es¡
Me
inquieté. Obviamente no era la voz de ninguna de las chicas, ni la
de nadie que yo al menos recordara conocer.
Lo que
ocurrió a continuación lo recuerdo como algo casi onírico. Una
mujer abrió la puerta. Era negra. Vestía un vestido amarillo ceñido
al cuerpo, sujeto con un ancho cinturón de charol, culminado con una
gran hebilla dorada con el símbolo del dólar. La mujer debía de
medir cerca de dos metros e iba descalza. Una larga cola de caballo
recogía una melena hecha de pequeñas trenzas multicolores. Incluso
en la oscuridad y a contraluz, pude atisbar las dos protuberantes
cicatrices que con simetría surcaban cada uno de los lados de su
rostro. No dijo nada. Solo se quedó plantada en medio de la puerta,
apoyando uno de sus largos brazos sobre el marco, observándonos
desde allí arriba. Yo quedé petrificado ante aquella hercúlea
deidad de ébano. En cambio Blas, como si de la situación más
corriente del mundo se tratara, y antes de ser invitado a hacerlo,
entró a la caseta por debajo del sobaco de la mujer.
-Adelante,
señores – gritó entre risas la voz ronca de nuevo.
En la
caseta había dos hombres. Calculo que tendrían unos veinticinco
años. Permanecían casi a oscuras, solo iluminados por dos lámparas
de pie con luz roja regulable, situadas a cada lado de la batería.
Uno era gordo, despatarrado en el sofá bebía a morro de una botella
de Martini Blanco. Llevaba un chándal Nike de corchetes, peinaba
raya al medio y tenía mechas rubias. El otro (el de la voz ronca)
estaba de pie, deambulaba nervioso de un lado a otro con una guitarra
eléctrica colgada. Tenía los ojos pequeños y muy juntos, el pelo
rapado al cero y estaba empapado en sudor. Vestía unos Levis blancos
y una camiseta verde fluorescente sin mangas, que dejaba al
descubierto unos bíceps poderosos. Era evidente que ambos estaban
muy colocados y llevaban más de un día sin dormir. La mujer, que en
cambio parecía del todo serena, cerró la puerta, sacó un
cigarrillo del escote, lo encendió e impasible se sentó en el
suelo.
-¿Habéis
traído algo de beber?-dijo el gordo, como si nos esperasen.
Su voz
era entrecortada, parecía costarle respirar. Después levantó una
pierna y se tiró un pedo. Los dos rieron. Entonces el de la voz
ronca se acercó al sofá y pegó una fuerte colleja al gordo.
-Tenemos
invitados. Compórtate - le dijo poniéndose serio de repente.
El gordo
clavó su mirada en el suelo y cerró la boca.
-Perdonad
a Luisito, es algo idiota- manifestó,
haciendo un ademán con la cabeza hacia él – Yo soy
Matías, pero todos me llaman el chino y ella es Nadine. Nadine di
hola a nuestros invitados, nos seas borde.
Nadine
levantó la mano con poco entusiasmo. Seguía fumando, sentada en el
suelo.
-¿Y
tu eres?- dijo acercándose a mi y extendiéndome la mano.
-Me
llamo.... - balbuceé.
Antes de
que pudiera decir mi nombre, el tipo saltó, girando sobre sí mismo,
pasando su pie muy cerca de mi cara. Fue una patada voladora
ejecutada con absoluta precisión, en la que solo quiso rozarme. Lo
más increíble es que lo había hecho con una guitarra eléctrica
colgada al cuerpo. Luisito aplaudió la pirueta. El Chino entonces me
dio unas amistosas palmadas en la espalda y dijo:
- A
tí te voy a llamar patillas y a tu amigo el melenas¿Te
parece?¿Habéis traído algo de beber, entonces, o no?- espetó
seguidamente - Tu fijo que sabes tocar esta puta mierda- dijo,
pasándome la guitarra como si de repente le quemase la correa.
-No
te creas – mascullé, todavía pálido - Solo veníamos a
ver si estaban las chicas (obvié a propósito mencionar el
nombre de Las Furcias). Ya nos piramos ¿eh Blas?
Entonces
hubiera matado a Blas. Cuando nos acercábamos al local, yo le había
instado a parar en el autoservicio de la gasolinera para coger unas
latas de cerveza, coca cola y un par de bricks de vino. Mi intención
era no presentarme con las manos vacías y así intentar calmar los
ánimos de las chicas. Aprovechando la compra, Blas había entrado al
baño a darse un homenaje rápido (no me lo dijo, pero era evidente)
y ahora se encontraba suave como la seda. Sacó dócilmente de su
zurrón la bolsa con las bebidas, posándola con calma sobre el
suelo, mientras se sentaba junto al tal Luisito en el sofá.
-¿No
hay whisky?- dijo Luisito, mientras se rascaba la entrepierna
bajo el chándal y miraba la bolsa sorprendido.
-¡Cierra
el pico mamonazo¡- replicó el chino.
-¿Dónde
están las furcias?- soltó Blas inoportunamente, acomodándose
en la cabeza un cojín de cuadros.
Todos le
miramos y él abrió una lata de cerveza que salpicó de espuma el
sofá.
-Las
Furcias no van a volver por aquí. Esta casa ahora es mía - dijo
el chino con aire orgulloso, mientras echaba un vistazo a su
alrededor.
-Esto
es una miserable pocilga- masculló Blas entre dientes.
Por
suerte el chino no escuchó el desafortunado comentario.
-Vamos
Blas, tío,nos piramos ya ¿Vale?- dije tratando de que el tono
de mi voz no evidenciase demasiado mi acojono.
-De
aquí no se va nadie, mecawendios- espetó el chino con dureza-
Si acabáis de llegar, joder -dijo después, mostrándose un
poco más relajado- ¿Queréis un tiro de anfeta?- ofreció,
con dudosa amabilidad, sacando una papelina del bolsillo trasero del
pantalón.
-Estáis
en mi casa. Yo invito- prosiguió.
-No
gracias- contesté- posando sobre la pared la guitarra que aún
sostenía como un idiota entre las manos.
-Por
supuesto- dijo el gilipollas de Blas.
-Mira
que rápido el calvorota. Pero si tu ya vas bien a gusto ¿No?-
le espetó con sorna el chino.
Por
primera vez desde que llegamos el
chino se sentó, disponiéndose a pintar sobre el parche de la
caja unas gruesas rayas color amarillo. Señalándome una banqueta
que había entre el sofá y Nadine, muy a mi pesar, yo también hice
lo propio.
III
Jamás
había visto antes al chino, pero sabía muy bien quien era. Es más,
en cuanto entré por aquella puerta tuve la certeza de que se trataba
de él. El poco tiempo que estuve saliendo con Marta, ella me había
contando en más de una ocasión las hazañas de su hermanastro.
Matías
Castro (alias el chino) no llegó a conocer a su madre, pues
ella murió de una hemorragia interna dos días después del parto.
El padre, pasado menos de un año del fallecimiento, se casaría de
nuevo con la que desde hace tiempo ya era su amante (la madre de
Marta), desentendiéndose del niño, que creció bajo la custodia de
los abuelos maternos. Un par de visitas al año, buenos regalos en
las fechas que tocaba y una generosa paga mensual para sus cuidadores
fue su paternal legado. Los abuelos, ya mayores, aun con toda su
buena fe, veían como el niño que crecía se les escapaba de las
manos. En este caso no sería justo culpar al entorno de las
actitudes del adolescente, pues Matías iba a un buen colegio y vivía
en un barrio de clase media alta, muy cerca del Sardinero. La
crueldad y la falta de empatía fueron siempre fieles compañeras del
joven huérfano, que desde bien pronto demostró tendencias un tanto
psicópatas. Matías pisó el reformatorio por vez primera cumplidos
catorce años, siendo ya entonces todo un especialista en el robo y
despiece de ciclomotores. Aquel recinto sería su nueva escuela.
Después las motos darían paso a la venta de cocaína y ácidos. Más
tarde vendrían las joyerías y las gasolineras. El padre, a
sabiendas de las actividades de su hijo, culpaba a los abuelos y para
nada quería ver su apellido de ''emergente empresario local''
mezclado en tales asuntos. A los diecinueve años pisaría por
primera vez la penitenciaria del Dueso . El muchacho que entró al
penal poco se parecía (ni siquiera físicamente según Marta) al
hombre que salió de allí. Poco después se casaría con una
colombiana que conoció en un vis a vis en prisión y tuvieron un
hijo. Pero ella, tan pronto como pudo, regresó con el niño a su
país después de recibir la enésima paliza a manos de el chino.
Luego él volvería a la cárcel por tenencia ilícita de armas,
robo con violencia y asuntos relacionados con la prostitución.
Marta
había perdido su pista hacía tiempo (nunca tuvieron buena
relación), pero unos pocos meses atrás, se enteró de que su padre
había retomado el contacto con él. Quizás arrepentido y viendo
cercana su muerte, los remordimientos se habían adueñado del
progenitor. Por eso debía de estar ahora el chino allí.
Probablemente en su agonía, el padre moribundo le había obsequiado
con aquella finca inmunda en medio de ninguna parte, la cual él
hacía un rato había llamado ''su casa''.
-¡Oye,
patillas¡ Espabila, cojones ¿Te ha comido la lengua el gato?-
me dijo el Chino, poniéndome delante de la cara un carnet con
unas rayas encima.
Yo aún
permanecía absorto, hilvanando mis pensamientos, y solo se me
ocurrió decir:
-¿Puedo
ir a mear?
-
Mira chaval, no me jodas, que no estamos en la puta escuela- me
respondió.
-¡No
estamos en la escuela¡ - repitió
Luisito como un papagayo, mientras daba una palmada.
-Acabo
de salir de un lugar muy feo donde había que pedir permiso hasta
para respirar. Así que te he dicho que no me jodas¿Eh?- recalcó
Matías.
-Claro
que no- dije- tratando de
sonreír sin lograrlo.
Me
levanté de la silla. Nadine también se incorporó del suelo, no
había pronunciado ni una sola palabra todavía, se acercó a la
puerta y la abrió. Parecía ser su única función allí, aparte de
fumar y andar descalza.
-Espera
un momento- me dijo el chino- Acércate hasta la gasolinera y
sácame tabaco de la máquina.
Evidentemente
ya había reconocido el terreno. Aunque la gasolinera estaba cerrada,
sabía que fuera había una maquina de tabaco. Sacó su cartera del
bolsillo trasero y después lentamente la abrió, preocupándose de
que me fijara en el fajo de billetes de cinco mil que contenía. Lo
guardó. Luego metió la mano al bolsillo y sacó más de mil
quinientas pelas en calderilla.
-Tres
de Marlboro. Lo que sobre para ti- me dijo, dándome una suave
bofetada en la cara, que me resultó un tanto humillante.
Antes de
salir, pude oír a Blas decir:
-¿Puedo
meterme la suya?
Nadine
se quedó un rato en el zaguán, observando como me alejaba y al fin
cerró la puerta.
Afuera ,
la calma solo era perturbada por el ladrido lejano de un perro
insomne. En cambio Elvis, que ya iba para viejo, dormía
apaciblemente y no se despertó cuando pasé a su lado. La noche
desplegaba todos sus encantos, ajena a lo que ocurría dentro de
aquella inmunda caseta . A la noche le importamos una puta mierda
-pensé- . Me entenderán si les digo que consideré seriamente la
idea de salir pitando de allí, sin importarme las consecuencias. Mi
instinto me gritaba con todas sus fuerzas:¡Corre¡¡Escapa¡ Maldije
el momento en el que usé aquella excursión como excusa para no
dejarme sablear por Blas. Todo había sido un cúmulo de ridículas
circunstancias que me habían llevado hasta aquel apartado lugar. No
había visto a Marta ni a ninguna de las otras chicas desde hacía al
menos tres semanas, por lo que no tenía ni idea de cómo ni cuándo
aquel maníaco se había adueñado del local. La cabeza me daba
vueltas en busca de una solución. No se me ocurría ninguna que no
fuese ridícula o disparatada. Podría ir a la policía y decir que
me habían secuestrado y que acababa de escapar. Al fin y al cabo
todavía soy menor de edad -traté de convencerme- Tengo
diecisiete años. Pronto deseché la idea. Tendría que ir a la
gasolinera, coger el tabaco y volver allí. Ese era mi destino. No
tenía opción. No podía dejar abandonado a Blas, que además
parecía no percatarse del peligro. Le van a matar, pensé después.
Nos van a matar a los dos. Quizás cuando vuelva ya esté muerto. Si
está muerto no hay nada que hacer. No tendría ningún sentido
volver ¿No? Eso tiene lógica. Traté de tranquilizarme, estaba
llevando las cosas demasiado lejos. El chino no había sido acusado
todavía por ningún asesinato, al menos que yo supiera.
Ya había
recorrido el camino que llevaba hasta la gasolinera, como un autómata
cabizbajo. Como supuse, estaba cerrada. Miré el reloj de Gulf
que colgaba de la pared. Recuerdo que eran las 11.50 ¿Solo? Me
parecía que hubiese transcurrido una eternidad desde que cogimos el
autobús. Pensé en lo que estaría haciendo mi madre a esas horas.
Quizás acostando a mi hermana o viendo la tele en la cocina. Cuando
al fin llegué, la máquina de tabaco estaba apagada, fuera de
servicio rezaba el luminoso. Maldije en alto de nuevo, golpeando con
el puño la verja que la protegía. Me hice un pequeño corte en la
mano. Nada podía ir peor ¿Como iba a volver sin el tabaco? Entonces
oí el motor de un coche. Salía del camino de tierra para
incorporarse a la comarcal. Al volante de un Opel Kadet, bastante
destartalado, pude distinguir la flácida silueta de Luisito. Iba
solo. Conducía muy despacio. Tenía los ojos enramados e irradiaba
una extraña paz que me puso nervioso ¿Donde demonios iría aquel
mentecato? No reparó en mí y eso que solo me encontraba a escasos
metros del coche. Recuerdo que me extrañó que un espécimen de esa
categoría tuviera carnet, o al menos capacidad para conducir.
Volví
caminando despacio al chamizo, tratando de saborear la efímera
libertad, acompañado por una especie de sentimiento de resignación,
supongo que similar al del reo que va a ser ejecutado y sabe que ya
nada puede hacer. Sangraba por la mano bastante, pero era un corte
sin importancia. Cuando llegué, Elvis seguía durmiendo. Estaba
soñando, estiraba las patas y sollozaba ligeramente. No se despertó
a mi paso. Lo envidié. Antes de entrar, me aclaré la mano herida
con el agua de lluvia acumulada en uno de los bidones. Me acerqué a
la caseta, respiré hondo y llamé a la puerta.
-Adelante.
Está abierto- gritaron el Chino y su eterna ronquera.
El
ambiente ahora parecía más relajado. Nadine se limaba las uñas,
sentada en el sofá junto a Blas. El chino estaba en la banqueta en
la que había estado sentado yo antes. En la mesa había restos de
papel de aluminio quemado y un olor dulzón se adueñaba del
ambiente.
-Joder,
Patillas ¿Donde hostias has estado?¿Que te ha pasado en la mano?
-La
máquina- dije armándome de valor- la máquina estaba
apagada.
-¿De
que puta máquina hablas? Ah..vale. No pasa nada chaval, ya nos dará
Nadine uno de sus cigarrillos largos- replicó el Chino, que
estaba de lo más simpático-¿A que si, bonita?
Nadine
se dedicó a mirarle sin emoción. Después se levantó y sin
decir palabra me ofreció un paquete de kleenex, que sacó de un
pequeño bolso negro, supongo que para que me limpiara la sangre de
la mano.
-Ahí
tienes un viaje. Si chupas bien algo quedará. Cortesía de el
melenas, que al final va a ser un tío enrollado y todo- dijo el
chino, que ahora me daba la espalda, como si se hubiese acostumbrado
a mi ausencia.
-No,
él no- sentenció Blas, regresando por un momento al mundo de
los vivos.
-Vale,
vale... Mejor, a más toca- dijo
rebañando los restos de una papela que había recogido del suelo.
-Cuando
vuelva Luisito de los recados, preparamos unas mezclas¿que no?- se
dirigió a Blas, levantándose a continuación y soltando una serie
rápida de puñetazos al aire -Le he mandado a la Gándara,
va a trincar una farlopa cojonuda. Verás.
Se sentó
de nuevo. Parecía emocionado con el plan.
-Sube
y baja. Sube y baja. Sube y baja. Sube y baja- comenzó
a tararear a ritmo de música techno - dándose golpes en los muslos
con las palmas de ambas manos y moviendo al ritmo las piernas.
De
repente paró en seco, como si hubiese recordado algo muy importante.
Giró el cuello hacia mí y yo tuve la certeza de que aquella fugaz
tregua había terminado. Me observó detenidamente, examinándome de
arriba abajo. Tuve un mal presentimiento.
-¿Quieres
ver una cosa, chavalín?- me
dijo, mientras seguía estudiándome.
Qué
responder. En el fondo ambos sabíamos que realmente aquello no era
una pregunta. Y que fuera cual fuera la respuesta, la decisión ya
estaba tomada. No dije nada.
-Nadine,
acércate- casi susurró- comenzando a girar lentamente la cabeza
a los lados, estirando los músculos del cuello como si fuera un
boxeador.
Nadine
dejó entonces de limarse las uñas y pude ver como una sombra de
terror se iba apoderando de aquellos enormes ojos hieráticos. Su
respiración se agitó. Las grandes aletas de su nariz comenzaron a
contraerse como las branquias de un pez que está muriendo en la
orilla. Sin duda, para ella aquel susurro era una señal. Algo que no
ocurría por primera vez, algo que ella temía. Despegó la espalda
del sofá y junto nerviosa las manos, bajando la cabeza, pero no se
levantó.
-Nadine
acércate- repitió el chino incorporándose, con la misma calma.
Una calma que me recordó al tenue zumbido eléctrico que precede a
la tormenta.
Blas
permanecía inerte, con los ojos en blanco y medio cerrados. Una baba
se escapaba por la comisura de sus labios. Con la cabeza inclinada,
emitía un balbuceo incoherente al que acompañaba un gorgoteo sordo
de saliva acumulada y mala respiración.
El
corazón me latía a mil por hora y recuerdo que me preocupé de que
aquel bombeo se escuchara en toda la estancia.
No hubo
tercer aviso. El chino se acercó al sofá y agarró por las trenzas
a Nadine, arrastrándola hasta donde yo me encontraba. La arrojó a
mis pies y acercándose mucho a su cara le gritó:
-Puta
de mierda si yo digo que vengas, tú vienes.¿Entendido?
Ver a
Nadine a tan corta distancia me impresionó de veras. Las gruesas
cicatrices que recorrían su rostro de lado a lado eran mucho más
claras que su piel, rugosas y erosionadas. Su nariz, sus labios, sus
orejas, todo era inconmensurable. No lloraba, pero su respiración
era cada vez más agitada y sus ojos estaban a punto de salirse de
las órbitas.
-¡Ahora
se lo vas a enseñar¡- volvió a gritar, arrancando de un tirón
su peluca de trenzas y descubriendo una malla marrón que cubría un
cráneo rapado al cero.
Después
la abofeteó. Una, dos, tres veces. Nadine se reincorporó,
poniéndose de rodillas, sangraba por la nariz y su vestido amarillo
estaba salpicado de gotas de sangre.
-¿Se
lo vas a enseñar ahora?- repitió, propinándole una patada en
el estomago que la dejó doblada en el suelo sin respiración
-¡Déjala,
por favor¡– grité, con lagrimas en los ojos.
El
chino, dio un paso. Me agarró por la pechera, levantándome con
asombrosa facilidad, y después me arrojó contra la pared de latón
de la caseta.
-Luego
hay más- se limitó a decir, señalándome con el dedo.
Entonces
Nadine lo hizo. Profirió un alarido profundo y gutural, me miró a
los ojos y abrió la boca. Detrás de aquellos grandes dientes
blancos no había nada. Solo una cavidad enorme y vacía hasta su
garganta.
-Muy
bien Nadine- dijo el chino en tono condescendiente, como si se
dirigiera a un niño. - Ahora saca la lengua.
Ella
hizo un esfuerzo que acabó en arcada. Tosió durante un rato. No
había nada que mostrar. Después se puso a llorar.
El chino
que se retorcía de la risa.
-También
tiene sus desventajas. No te creas.- es lo que alcancé entender
entre sus carcajadas.
A cámara
lenta, así es como recuerdo lo que ocurrió a continuación. Si
alguna vez habéis sufrido un accidente, sabéis a lo que me refiero.
Esa forma que tiene el tiempo de ralentizarse en ocasiones, como si
alguien ajeno estuviera observando nuestras acciones y tuviese la
capacidad de fraccionarlas en una sucesión de fotogramas.
En algún
momento de aquella penosa escena, Blas debió despertar de su opiáceo
letargo. Cuando me percaté de ello, él ya estaba de pie. Deambulaba
como un sonámbulo por el fondo de la caseta. Entonces con total
parsimonia observó a su alrededor con sus ojos de cegato, parecía
que tuviese todo el tiempo del mundo para tomar una decisión.
Después se detuvo, agarró por la base un pie del que colgaba un
micrófono. Eligió bien, uno macizo, de base redonda y metálica. Se
colocó detrás del chino y simplemente lo dejó caer. El chino dejó
de sonreír y una mueca de incredulidad se dibujó en su demacrado
rostro. Me miró por última vez a los ojos y cayó al suelo como un
saco. Instantáneamente, un gran reguero de sangre comenzó a brotar
de la parte trasera de su cabeza. Nadine se dio la vuelta sorprendida
y miró a Blas, con su mutilada boca abierta.
-Vámonos
de aquí, tío- dijo Blas, recogiendo su zurrón del sofá, ahora
con urgencia.
Nadine,
agarró la cabeza del chino, tapando la brecha con una de sus
grandes manos. La estampa era un cuadro. Entonces me acordé de
Luisito, debía estar al llegar. Aún me temblaban las piernas. Blas
me esperaba en la puerta. Miré por última vez a Nadine. Seguía de
rodillas. Sus dedos estaban llenos de sangre. Sin la peluca, sus
cicatrices brillaban todavía más bajo la escasa luz de la caseta.
Había dejado de llorar y comenzado a musitar una especie de melodía
nasal que me recordó a una nana.
-Vamos-
repitió Blas, tirando de mí.
En
cuanto salimos de la caseta, clavé las rodillas en el suelo y
vomité. Blas puso sus manos sobre mi frente y después susurró:
-Ella era un tío-.
Así
era Blas.
Epílogo
El truco
por el cual los refranes siempre aciertan, consiste en que todos
esconden tras de sí a su propio antagonista; así el chino, como el
mal bicho, al final murió, pero no lo hizo aquella noche. Supongo
que Luisito llegaría a tiempo de llevarle a un hospital y los
médicos pudieron detener la hemorragia. Tuvo suerte. Posteriormente
también averigüé que en aquella velada, que accidentalmente
compartimos, estaba en uno de sus permisos penitenciarios.
Efectivamente, como había vaticinado, el padre de Matías le había
ofrecido el terreno. Lo que el chino no sabía es que ya estaba
embargado. Unos meses después de aquel episodio, el padre murió. El
chino no pudo asistir al entierro, aunque no creo que le importase
demasiado. Las Furcias se quedaron sin local y al final se
disolvieron sin haber dado ni un solo concierto. Después Marta se
fue a estudiar periodismo a Barcelona, y cuando acabó la carrera
decidió quedarse ya para siempre. La muerte de Matías Castro, alias
el chino, fue bastante sonada. Aprovechando otro de sus permisos, se
asoció con un par de búlgaros para hacerse un banco a las afueras
de Madrid. La cosa se complicó, tomaron de rehenes a dos chicas que
estaban de prácticas en el banco, exigieron una furgoneta y más
dinero en metálico y en la huida se estrellaron contra un árbol.
Todos murieron en el acto.
De Juan
José Blas poco puedo contar. Como dije antes, aquella noche fue la
última vez en la que nos vimos. Cuando escapamos del chamizo,
decidimos regresar a pie, tratando de evitar la carretera general. No
teníamos otra opción. Lo hicimos por los prados, senderos y
vertederos que unen el extrarradio con la civilización. Entre la
oscuridad, el cansancio y la cojera de Blas, vimos amanecer en el
momento de separar nuestros caminos, a la entrada de la ciudad. Hasta
el día de hoy. Pocos meses después me enteré de que estuvo
ingresado en el hospital, tras sufrir una embolia pulmonar. La
desidia hizo que no fuera a visitarle, aparte de que supuse que
quizás le incomodarían las visitas. Un par de años más tarde
alguien me dijo que se le había encontrado vagando por Lanzarote y
que tenía buen aspecto. Le visualizaba leyendo a Rimbaud, sentado en
una terraza al pie de un volcán, con un sombrero de paja que
protegiera su calva, mirando al mar. También escuché otras
historias que no dejaban al poeta en tan buen lugar. Mentiras y
traiciones. Gente a la que debía mucho dinero, lo cual impedía que
regresase a una ciudad donde aparte de un padre con alzheimer no
tenía nada más. De vez en cuando pienso en él. Imagino que está
bien, solo un poco más mayor, que sigue cabalgando, pero que lo
tiene todo controlado. Así es como le imagino, aunque no lo haga a
menudo.
Felpudos
Buscó
la felicidad
debajo
de los felpudos:
de
mansiones victorianas,
en
pocilgas y arrabales
En
los clubs de carretera,
y en
panfletos parroquiales.
En
favelas empinadas,
en
palacios sin cristales.
En
los bosques de eucalipto
y en
las sendas de amapolas
de
los campos
de
las minas de diamante.
Y
cuando ya creyó hallarla,
palparla
por un instante,
era
polvo acumulado.
un
bunker para cobardes.
-Juan
José Blas-
Establecí con éxito mi negocio de restaurante con la ayuda de una Compañía de Préstamos Públicos que me otorgó un préstamo de 350k a una tasa del 3% a cambio, estoy pagando mensualmente y me ha ido muy bien trabajando con ellos.
ResponderEliminarCualquier persona que busque un préstamo para iniciar o expandir sus negocios debe comunicarse con el Sr. pedroloanss@gmail.com o el número de WhatsApp +1-863-231-0632 sobre cómo solicitarlo.
Buena suerte.