domingo, 19 de febrero de 2017

Felpudos




  Insolente muchacho
¿Que llevas junto al brazo?
¿Es guante de guillotina
o luz que se avecina?
¡Qué es¡¡Qué es¡
-La Banda Trapera-



I


Tiene gracia. Hará cosa de dos meses, en una librería de viejo del centro (la cual no suelo frecuentar) me topé con una antología del año 94 en donde salía uno de sus poemas. Se llamaba Felpudos y no era lo que se dice gran cosa. Superada la sorpresa inicial, me conmovió y levantó una leve sonrisa ver que en aquel papel se plasmaba uno de sus escritos. Sobre todo porque él siempre juró que jamás había publicado ni publicaría nada; pues cualquier manifestación artística, aseguraba, tenía fecha de caducidad. Mas si uno era coherente, acabaría renegando de ella. Por lo que era del todo ridículo, según su opinión, tratar de echarle un pulso al tiempo. Contra (supongo) su voluntad, esté hoy vivo o muerto, puede que al final de este relato me anime a plasmar aquel poema como pequeña venganza y humilde homenaje.

Me llamó la atención que se tratara de una antología publicada por el ayuntamiento de Santander bajo el nombre de: Jóvenes talentos de la poesía montañesa II. Sobre todo porque para nosotros el poeta no era lo que considerábamos un chaval. Rondaría los treinta y pico entonces, pero ya era un hombre curtido. Completamente calvo y miope. Súmenle una ligera cojera que le había dejado de recuerdo una meningitis mal curada. Llevaba siempre unas gafas de montura metálica, que se sostenían de milagro en la punta de su nariz aguileña, y vestía con el mal gusto de los pijos de entonces. No alcanzaba el uno setenta, y por sus rasgos lechosos y las pecas que salpicaban sin piedad su rostro, apostaría que había sido pelirrojo en su niñez. Pero si algo nos impresionaba de Juan José Blas, aparte de su amplio conocimiento de lo que él mismo llamaba la cultura marginal, era su afición por el caballo. La heroína ya no estaba de moda, pero él todavía cabalgaba. No se chutaba, solo la fumaba (o eso decía) . Hablaba siempre ''del tema'' desde un punto de vista creativo y experimental, queriendo ponerse al nivel de un De Quincey, un Burroughs o de alguno de los decadentistas franceses. Por otro lado, no tenía intención de que los más jóvenes nos introdujésemos en lo que él llamaba su desgracia. No se bien si por una especie de paternalismo responsable o bien por no compartir.

Había vivido en Londres y en Berlín (donde se había enganchado) justo antes de que cayera el muro y hasta un poco después, gustaba decir. Afirmaba haber estado allí de fiesta con Iggy Pop y su séquito en más de una ocasión. Entonces no le creí, y ahora lo hago menos. También había vivido en Madrid y aseguraba conocer las Barranquillas como la palma de su mano (eso sí me lo creía). Al ser de buena familia, sus intentos por rehabilitarse, habían sido tan numerosos como fallidos. Pero como suele ocurrir, en el fondo, él no quería dejarlo y la mayoría de las veces ''las vacaciones'' le habían servido de excusa para atiborrarse con las pastillas que correspondieran a cada nuevo y definitivo tratamiento. -No lo pruebes nunca, tío- me decía, clavándome aquellas microscópicas pupilas, mientras se rascaba con saña las extremidades.

La última vez que le vi (como olvidarlo), fue una tarde de verano a mediados de los noventa. Yo andaba vagando por la zona de Vargas, haciendo tiempo, esperando a que bajase alguien que me invitase a un canuto y me diera algo de palique. Como mis padres vivían cerca, siempre solía llegar de los primeros a los bancos del parque. Pero ese día coincidió que había un festival en algún pueblo cercano y nadie se pasó por allí a lo largo de la tarde. Serían sobre las ocho cuando vi a Juan José Blas cruzando el semáforo de San Fernando, dirección a la Alameda. No me reconoció hasta que lo tuve casi encima.

- ¿Que pasa Chinaski?- me dijo- conocedor de mi debilidad juvenil por Bukowski, y por marcarse un tanto que pudiese más tarde aprovechar.

- Ese Blas ¿No vas al festi?

-¿A cual?

-Al de folk.

-Paso de folkies, tío- respondió mientras se sorbía la nariz con un pañuelo de tela, limpiando acto seguido las gafas con el mismo.

-Ya, yo también.

Dudé en principio preguntarle si tenía algo de chocolate para invitarme, pero rápidamente pude comprobar que él ya estaba servido de otra cosa.

-Que solo andas.¿No?- dijo echando un vistazo alrededor.

-Es que todo el mundo se ha ido al festival - hube de recordarle, lo cual evidenciaba que no me estaba haciendo mucho caso.

-Ah ya, ya- replicó distraídamente, mirándose la punta de los zapatos con la curiosidad del que los ve por primera vez. -¿Ubiarco?-

-Cabuérniga - respondí- pero no me hagas mucho caso.

Todo el mundo sabía que Ubiarco se había suspendido hasta nueva orden. Todo el mundo, menos Blas.

Hubo un silencio.

-¿Tienes para una litrona?- me lanzó de repente, comenzando a usar ese tono inofensivo del que nunca ha roto un plato.

-Tengo solo quinientas pelas -respondí- pero igual paso a ver a Las Furcias y tengo que pillarme el bus.

La verdad es que no tenía intención de pasarme por el local de Las Furcias (ni siquiera sabía si estaban allí), pero lo usé como excusa para no tener que dejarle dinero.

-¿Puedo acompañarte?- prosiguió con ese tono implorador, mientras ponía en práctica una de sus muecas amables.

-Claro, tío- contesté un tanto fastidiado, viendo que el tiro me estaba saliendo por la culata.

-¿Que tal va el grupo?- preguntó, tratando de mostrar algún interés por mis asuntos.

-Ahí seguimos- respondí, zanjando el tema.

Después se sentó a mi lado, recostándose sobre el banco de piedra, y sin ninguna vergüenza sacó una litrona de un pequeño zurrón militar que llevaba colgado sobre el hombro.

-Ábrela- me dijo con cierta condescendencia, mientras ponía delante de mis narices una Skol de litro, sosteniéndola con una mano, como si fuese un caro vino francés.

Comenzamos la charla. He de reconocer que siempre disfrutaba de su conversación, pues aunque aquellas narraciones eran de dudosa verosimilitud y estaban llenas de contradicciones, eran sórdidas y jugosas. Pero lo cierto es que su compañía me era grata siempre en pequeñas dosis y en petit comité; por lo que presentarme de imprevisto en la caseta con semejante personaje sabía que me reportaría más de una severa mirada y posteriores recriminaciones. No quise darle más vueltas. Ya era tarde para excusas. Además él no dudó en detener la narración de sus aventuras en un par de ocasiones para recordarme de nuevo el plan original de visitar a Las Furcias (quizás motivado por su provocativo nombre). Blas debía de ser una rara avis en su gremio. Siempre estaba salido. Su deseo, a pesar del jaco, parecía mantenerse intacto, como también lo hacían sus ilusiones, pues ninguna de mis amigas se hubiera acercado a un metro de él, ni aunque hubiese sido el último hombre sobre la faz de la tierra.

Apuradas dos litronas (llevaba otra de repuesto en el zurrón) y varios Camel después, nos dirigimos hacia la parada del autobús. El 6 llegó a las diez en punto y Blas subió primero, rebasando sin mirar al conductor, cojeando dirección a los asientos traseros que se elevaban por encima del motor. Yo saqué el bono-bus tratando de que no lo viera y tiqué dos veces. Me senté a su lado y permanecimos callados un rato, viendo como la ciudad se iba quedando atrás, más allá de Valdecilla y Cuatro Caminos.

-A ver si están estas- le dije, tratando de atisbar el incipiente oscuro paisaje y solo distinguiendo mi cara reflejada en el cristal.

No recibí respuesta. Juan José Blas ya dormía acurrucado sobre el asiento, y respiraba emitiendo un leve ronquido, con la boca semiabierta.

Aprovechando su narcótico reposo, comencé de nuevo a pensar una excusa que ofrecer para cuando llegásemos, así como en el plan de regreso a la civilización. En caso de que las chicas no estuvieran, nos quedaba un último bus. Casi lo deseé, pues de lo contrario, no tenía ni idea de como íbamos a volver (andando teníamos más de una hora y Blas era medio cojo). Lo cierto es que no se me ocurrió ningún argumento de peso que aportar sobre mi improvisada invitación, mas que apelar a mi buena fe en no dejar colgado a nadie, incluyendo en la categoría de ''nadie'' a un poeta heroinómano y caradura.

Como si leyera mis pensamientos, Blas abrió un ojo. Una tos seca le sobrevino. Una vez pasada, me observó por un momento, desconcertado. Después sonrió levemente, apoyó la cabeza sobre mi hombro, y volvió a dormir hasta que llegamos a nuestro destino.



II


En lo que entonces era un polígono en ciernes, entre pequeños sembrados de maíz y alguna desperdigada nave de chapa, se encontraba el local de Las Furcias. No lejos de la costa, una sutil bruma vino a recibirnos en cuanto nos apeamos en la última parada del autobús municipal. Desde allí había que caminar por un sendero durante unos diez minutos hasta llegar a las primeras naves. Rebasadas estas, justo después de la vieja gasolinera por donde antes discurría la carretera nacional, se abría de nuevo el campo y comenzaba la finca. Allí se encontraba el chamizo. Los ladridos de un viejo pastor alemán nos dieron la bienvenida.

-¡Callate, Elvis¡- espeté al perro, tratando de mostrarme calmado y confiado, aunque ligeramente preocupado de que no estuviera bien atado.

La finca, por la parte que daba al sendero, estaba cercada con una valla, hecha de somieres y alambre de espino entrelazado. Pero apenas rodeándola unos pasos terminaba la verja y se abría el acceso a la propiedad. El dueño del terreno era el padre de Marta, la cantante de Las Furcias. Director gerente de una empresa de maquinaría agrícola que en su día fue sobre ruedas, había dilapidado sus bienes en un par de años, cerrando todos y cada uno de los puticlubs de la recta de Heras. Ahora esperaba la muerte, en forma de cirrosis irreversible. Su mujer le había abandonado poco antes de la quiebra, fugándose con un concejal tránsfuga del partido socialista. Su hija entonces, en venganza adolescente, se hizo gótica y después punk, bautizando a su banda como Las Furcias (en realidad Las Furcias de Caín) quizás un poco a mala leche en mi opinión.

Dentro del recinto había instaladas dos casetas de obra, una hormigonera averiada y media docena de bidones oxidados repletos de mierda y agua de lluvia. En su día se iba a haber construido un chalet familiar en la parcela. De aquel ilusionante proyecto, solo había quedado para la posteridad un suelo de hormigón del que despuntaban medía docena de hierros doblados, apuntando a ninguna parte. A ese paisaje pos-apocalíptico se había visto reducido el sueño de la familia Castro ( acaba de regresar a mi memoria el apellido). En una de las casetas se guardaban las herramientas y algunos materiales de construcción para el frustrado proyecto, la otra había sido habilitada por Marta como local de ensayo y lugar de reunión de la escasa ''escena local''.

-¡Vaya un muladar¡- recuerdo que dijo Blas, justo antes de que llamáramos a la puerta, en uno de sus alardes léxicos.

Creo que reí, debió de ser la última vez que lo hice (al menos a gusto) en las horas venideras.

Me había extrañado en un principio no oír los desafinados guitarrazos de Las Furcias cuando nos acercábamos, pero atribuí el silencio a una breve tregua dentro de su escaso repertorio. Cuando golpeé la puerta metálica de la caseta, una voz ronca de hombre desde dentro gritó:

-¡Abre y mira a ver quien cojones es¡

Me inquieté. Obviamente no era la voz de ninguna de las chicas, ni la de nadie que yo al menos recordara conocer.

Lo que ocurrió a continuación lo recuerdo como algo casi onírico. Una mujer abrió la puerta. Era negra. Vestía un vestido amarillo ceñido al cuerpo, sujeto con un ancho cinturón de charol, culminado con una gran hebilla dorada con el símbolo del dólar. La mujer debía de medir cerca de dos metros e iba descalza. Una larga cola de caballo recogía una melena hecha de pequeñas trenzas multicolores. Incluso en la oscuridad y a contraluz, pude atisbar las dos protuberantes cicatrices que con simetría surcaban cada uno de los lados de su rostro. No dijo nada. Solo se quedó plantada en medio de la puerta, apoyando uno de sus largos brazos sobre el marco, observándonos desde allí arriba. Yo quedé petrificado ante aquella hercúlea deidad de ébano. En cambio Blas, como si de la situación más corriente del mundo se tratara, y antes de ser invitado a hacerlo, entró a la caseta por debajo del sobaco de la mujer.

-Adelante, señores – gritó entre risas la voz ronca de nuevo.

En la caseta había dos hombres. Calculo que tendrían unos veinticinco años. Permanecían casi a oscuras, solo iluminados por dos lámparas de pie con luz roja regulable, situadas a cada lado de la batería. Uno era gordo, despatarrado en el sofá bebía a morro de una botella de Martini Blanco. Llevaba un chándal Nike de corchetes, peinaba raya al medio y tenía mechas rubias. El otro (el de la voz ronca) estaba de pie, deambulaba nervioso de un lado a otro con una guitarra eléctrica colgada. Tenía los ojos pequeños y muy juntos, el pelo rapado al cero y estaba empapado en sudor. Vestía unos Levis blancos y una camiseta verde fluorescente sin mangas, que dejaba al descubierto unos bíceps poderosos. Era evidente que ambos estaban muy colocados y llevaban más de un día sin dormir. La mujer, que en cambio parecía del todo serena, cerró la puerta, sacó un cigarrillo del escote, lo encendió e impasible se sentó en el suelo.

-¿Habéis traído algo de beber?-dijo el gordo, como si nos esperasen.
Su voz era entrecortada, parecía costarle respirar. Después levantó una pierna y se tiró un pedo. Los dos rieron. Entonces el de la voz ronca se acercó al sofá y pegó una fuerte colleja al gordo.

-Tenemos invitados. Compórtate - le dijo poniéndose serio de repente.

El gordo clavó su mirada en el suelo y cerró la boca.
-Perdonad a Luisito, es algo idiota- manifestó, haciendo un ademán con la cabeza hacia él – Yo soy Matías, pero todos me llaman el chino y ella es Nadine. Nadine di hola a nuestros invitados, nos seas borde.

Nadine levantó la mano con poco entusiasmo. Seguía fumando, sentada en el suelo.

-¿Y tu eres?- dijo acercándose a mi y extendiéndome la mano.

-Me llamo.... - balbuceé.

Antes de que pudiera decir mi nombre, el tipo saltó, girando sobre sí mismo, pasando su pie muy cerca de mi cara. Fue una patada voladora ejecutada con absoluta precisión, en la que solo quiso rozarme. Lo más increíble es que lo había hecho con una guitarra eléctrica colgada al cuerpo. Luisito aplaudió la pirueta. El Chino entonces me dio unas amistosas palmadas en la espalda y dijo:

- A tí te voy a llamar patillas y a tu amigo el melenas¿Te parece?¿Habéis traído algo de beber, entonces, o no?- espetó seguidamente - Tu fijo que sabes tocar esta puta mierda- dijo, pasándome la guitarra como si de repente le quemase la correa.

-No te creas – mascullé, todavía pálido - Solo veníamos a ver si estaban las chicas (obvié a propósito mencionar el nombre de Las Furcias). Ya nos piramos ¿eh Blas?

Entonces hubiera matado a Blas. Cuando nos acercábamos al local, yo le había instado a parar en el autoservicio de la gasolinera para coger unas latas de cerveza, coca cola y un par de bricks de vino. Mi intención era no presentarme con las manos vacías y así intentar calmar los ánimos de las chicas. Aprovechando la compra, Blas había entrado al baño a darse un homenaje rápido (no me lo dijo, pero era evidente) y ahora se encontraba suave como la seda. Sacó dócilmente de su zurrón la bolsa con las bebidas, posándola con calma sobre el suelo, mientras se sentaba junto al tal Luisito en el sofá.

-¿No hay whisky?- dijo Luisito, mientras se rascaba la entrepierna bajo el chándal y miraba la bolsa sorprendido.

-¡Cierra el pico mamonazo¡- replicó el chino.

-¿Dónde están las furcias?- soltó Blas inoportunamente, acomodándose en la cabeza un cojín de cuadros.

Todos le miramos y él abrió una lata de cerveza que salpicó de espuma el sofá.

-Las Furcias no van a volver por aquí. Esta casa ahora es mía - dijo el chino con aire orgulloso, mientras echaba un vistazo a su alrededor.

-Esto es una miserable pocilga- masculló Blas entre dientes.

Por suerte el chino no escuchó el desafortunado comentario.

-Vamos Blas, tío,nos piramos ya ¿Vale?- dije tratando de que el tono de mi voz no evidenciase demasiado mi acojono.

-De aquí no se va nadie, mecawendios- espetó el chino con dureza- Si acabáis de llegar, joder -dijo después, mostrándose un poco más relajado- ¿Queréis un tiro de anfeta?- ofreció, con dudosa amabilidad, sacando una papelina del bolsillo trasero del pantalón.

-Estáis en mi casa. Yo invito- prosiguió.

-No gracias- contesté- posando sobre la pared la guitarra que aún sostenía como un idiota entre las manos.

-Por supuesto- dijo el gilipollas de Blas.

-Mira que rápido el calvorota. Pero si tu ya vas bien a gusto ¿No?- le espetó con sorna el chino.

Por primera vez desde que llegamos el chino se sentó, disponiéndose a pintar sobre el parche de la caja unas gruesas rayas color amarillo. Señalándome una banqueta que había entre el sofá y Nadine, muy a mi pesar, yo también hice lo propio.

III


Jamás había visto antes al chino, pero sabía muy bien quien era. Es más, en cuanto entré por aquella puerta tuve la certeza de que se trataba de él. El poco tiempo que estuve saliendo con Marta, ella me había contando en más de una ocasión las hazañas de su hermanastro.

Matías Castro (alias el chino) no llegó a conocer a su madre, pues ella murió de una hemorragia interna dos días después del parto. El padre, pasado menos de un año del fallecimiento, se casaría de nuevo con la que desde hace tiempo ya era su amante (la madre de Marta), desentendiéndose del niño, que creció bajo la custodia de los abuelos maternos. Un par de visitas al año, buenos regalos en las fechas que tocaba y una generosa paga mensual para sus cuidadores fue su paternal legado. Los abuelos, ya mayores, aun con toda su buena fe, veían como el niño que crecía se les escapaba de las manos. En este caso no sería justo culpar al entorno de las actitudes del adolescente, pues Matías iba a un buen colegio y vivía en un barrio de clase media alta, muy cerca del Sardinero. La crueldad y la falta de empatía fueron siempre fieles compañeras del joven huérfano, que desde bien pronto demostró tendencias un tanto psicópatas. Matías pisó el reformatorio por vez primera cumplidos catorce años, siendo ya entonces todo un especialista en el robo y despiece de ciclomotores. Aquel recinto sería su nueva escuela. Después las motos darían paso a la venta de cocaína y ácidos. Más tarde vendrían las joyerías y las gasolineras. El padre, a sabiendas de las actividades de su hijo, culpaba a los abuelos y para nada quería ver su apellido de ''emergente empresario local'' mezclado en tales asuntos. A los diecinueve años pisaría por primera vez la penitenciaria del Dueso . El muchacho que entró al penal poco se parecía (ni siquiera físicamente según Marta) al hombre que salió de allí. Poco después se casaría con una colombiana que conoció en un vis a vis en prisión y tuvieron un hijo. Pero ella, tan pronto como pudo, regresó con el niño a su país después de recibir la enésima paliza a manos de el chino. Luego él volvería a la cárcel por tenencia ilícita de armas, robo con violencia y asuntos relacionados con la prostitución.

Marta había perdido su pista hacía tiempo (nunca tuvieron buena relación), pero unos pocos meses atrás, se enteró de que su padre había retomado el contacto con él. Quizás arrepentido y viendo cercana su muerte, los remordimientos se habían adueñado del progenitor. Por eso debía de estar ahora el chino allí. Probablemente en su agonía, el padre moribundo le había obsequiado con aquella finca inmunda en medio de ninguna parte, la cual él hacía un rato había llamado ''su casa''.

-¡Oye, patillas¡ Espabila, cojones ¿Te ha comido la lengua el gato?- me dijo el Chino, poniéndome delante de la cara un carnet con unas rayas encima.

Yo aún permanecía absorto, hilvanando mis pensamientos, y solo se me ocurrió decir:

-¿Puedo ir a mear?

- Mira chaval, no me jodas, que no estamos en la puta escuela- me respondió.

-¡No estamos en la escuela¡ - repitió Luisito como un papagayo, mientras daba una palmada.

-Acabo de salir de un lugar muy feo donde había que pedir permiso hasta para respirar. Así que te he dicho que no me jodas¿Eh?- recalcó Matías.

-Claro que no- dije- tratando de sonreír sin lograrlo.

Me levanté de la silla. Nadine también se incorporó del suelo, no había pronunciado ni una sola palabra todavía, se acercó a la puerta y la abrió. Parecía ser su única función allí, aparte de fumar y andar descalza.

-Espera un momento- me dijo el chino- Acércate hasta la gasolinera y sácame tabaco de la máquina.

Evidentemente ya había reconocido el terreno. Aunque la gasolinera estaba cerrada, sabía que fuera había una maquina de tabaco. Sacó su cartera del bolsillo trasero y después lentamente la abrió, preocupándose de que me fijara en el fajo de billetes de cinco mil que contenía. Lo guardó. Luego metió la mano al bolsillo y sacó más de mil quinientas pelas en calderilla.

-Tres de Marlboro. Lo que sobre para ti- me dijo, dándome una suave bofetada en la cara, que me resultó un tanto humillante.

Antes de salir, pude oír a Blas decir:

-¿Puedo meterme la suya?

Nadine se quedó un rato en el zaguán, observando como me alejaba y al fin cerró la puerta.

Afuera , la calma solo era perturbada por el ladrido lejano de un perro insomne. En cambio Elvis, que ya iba para viejo, dormía apaciblemente y no se despertó cuando pasé a su lado. La noche desplegaba todos sus encantos, ajena a lo que ocurría dentro de aquella inmunda caseta . A la noche le importamos una puta mierda -pensé- . Me entenderán si les digo que consideré seriamente la idea de salir pitando de allí, sin importarme las consecuencias. Mi instinto me gritaba con todas sus fuerzas:¡Corre¡¡Escapa¡ Maldije el momento en el que usé aquella excursión como excusa para no dejarme sablear por Blas. Todo había sido un cúmulo de ridículas circunstancias que me habían llevado hasta aquel apartado lugar. No había visto a Marta ni a ninguna de las otras chicas desde hacía al menos tres semanas, por lo que no tenía ni idea de cómo ni cuándo aquel maníaco se había adueñado del local. La cabeza me daba vueltas en busca de una solución. No se me ocurría ninguna que no fuese ridícula o disparatada. Podría ir a la policía y decir que me habían secuestrado y que acababa de escapar. Al fin y al cabo todavía soy menor de edad -traté de convencerme- Tengo diecisiete años. Pronto deseché la idea. Tendría que ir a la gasolinera, coger el tabaco y volver allí. Ese era mi destino. No tenía opción. No podía dejar abandonado a Blas, que además parecía no percatarse del peligro. Le van a matar, pensé después. Nos van a matar a los dos. Quizás cuando vuelva ya esté muerto. Si está muerto no hay nada que hacer. No tendría ningún sentido volver ¿No? Eso tiene lógica. Traté de tranquilizarme, estaba llevando las cosas demasiado lejos. El chino no había sido acusado todavía por ningún asesinato, al menos que yo supiera.

Ya había recorrido el camino que llevaba hasta la gasolinera, como un autómata cabizbajo. Como supuse, estaba cerrada. Miré el reloj de Gulf que colgaba de la pared. Recuerdo que eran las 11.50 ¿Solo? Me parecía que hubiese transcurrido una eternidad desde que cogimos el autobús. Pensé en lo que estaría haciendo mi madre a esas horas. Quizás acostando a mi hermana o viendo la tele en la cocina. Cuando al fin llegué, la máquina de tabaco estaba apagada, fuera de servicio rezaba el luminoso. Maldije en alto de nuevo, golpeando con el puño la verja que la protegía. Me hice un pequeño corte en la mano. Nada podía ir peor ¿Como iba a volver sin el tabaco? Entonces oí el motor de un coche. Salía del camino de tierra para incorporarse a la comarcal. Al volante de un Opel Kadet, bastante destartalado, pude distinguir la flácida silueta de Luisito. Iba solo. Conducía muy despacio. Tenía los ojos enramados e irradiaba una extraña paz que me puso nervioso ¿Donde demonios iría aquel mentecato? No reparó en mí y eso que solo me encontraba a escasos metros del coche. Recuerdo que me extrañó que un espécimen de esa categoría tuviera carnet, o al menos capacidad para conducir.

Volví caminando despacio al chamizo, tratando de saborear la efímera libertad, acompañado por una especie de sentimiento de resignación, supongo que similar al del reo que va a ser ejecutado y sabe que ya nada puede hacer. Sangraba por la mano bastante, pero era un corte sin importancia. Cuando llegué, Elvis seguía durmiendo. Estaba soñando, estiraba las patas y sollozaba ligeramente. No se despertó a mi paso. Lo envidié. Antes de entrar, me aclaré la mano herida con el agua de lluvia acumulada en uno de los bidones. Me acerqué a la caseta, respiré hondo y llamé a la puerta.

-Adelante. Está abierto- gritaron el Chino y su eterna ronquera.

El ambiente ahora parecía más relajado. Nadine se limaba las uñas, sentada en el sofá junto a Blas. El chino estaba en la banqueta en la que había estado sentado yo antes. En la mesa había restos de papel de aluminio quemado y un olor dulzón se adueñaba del ambiente.

-Joder, Patillas ¿Donde hostias has estado?¿Que te ha pasado en la mano?

-La máquina- dije armándome de valor- la máquina estaba apagada.

-¿De que puta máquina hablas? Ah..vale. No pasa nada chaval, ya nos dará Nadine uno de sus cigarrillos largos- replicó el Chino, que estaba de lo más simpático-¿A que si, bonita?

Nadine se dedicó a mirarle sin emoción. Después se levantó y sin decir palabra me ofreció un paquete de kleenex, que sacó de un pequeño bolso negro, supongo que para que me limpiara la sangre de la mano.

-Ahí tienes un viaje. Si chupas bien algo quedará. Cortesía de el melenas, que al final va a ser un tío enrollado y todo- dijo el chino, que ahora me daba la espalda, como si se hubiese acostumbrado a mi ausencia.

-No, él no- sentenció Blas, regresando por un momento al mundo de los vivos.

-Vale, vale... Mejor, a más toca- dijo rebañando los restos de una papela que había recogido del suelo.

-Cuando vuelva Luisito de los recados, preparamos unas mezclas¿que no?- se dirigió a Blas, levantándose a continuación y soltando una serie rápida de puñetazos al aire -Le he mandado a la Gándara, va a trincar una farlopa cojonuda. Verás.

Se sentó de nuevo. Parecía emocionado con el plan.

-Sube y baja. Sube y baja. Sube y baja. Sube y baja- comenzó a tararear a ritmo de música techno - dándose golpes en los muslos con las palmas de ambas manos y moviendo al ritmo las piernas.

De repente paró en seco, como si hubiese recordado algo muy importante. Giró el cuello hacia mí y yo tuve la certeza de que aquella fugaz tregua había terminado. Me observó detenidamente, examinándome de arriba abajo. Tuve un mal presentimiento.

-¿Quieres ver una cosa, chavalín?- me dijo, mientras seguía estudiándome.

Qué responder. En el fondo ambos sabíamos que realmente aquello no era una pregunta. Y que fuera cual fuera la respuesta, la decisión ya estaba tomada. No dije nada.

-Nadine, acércate- casi susurró- comenzando a girar lentamente la cabeza a los lados, estirando los músculos del cuello como si fuera un boxeador.

Nadine dejó entonces de limarse las uñas y pude ver como una sombra de terror se iba apoderando de aquellos enormes ojos hieráticos. Su respiración se agitó. Las grandes aletas de su nariz comenzaron a contraerse como las branquias de un pez que está muriendo en la orilla. Sin duda, para ella aquel susurro era una señal. Algo que no ocurría por primera vez, algo que ella temía. Despegó la espalda del sofá y junto nerviosa las manos, bajando la cabeza, pero no se levantó.

-Nadine acércate- repitió el chino incorporándose, con la misma calma. Una calma que me recordó al tenue zumbido eléctrico que precede a la tormenta.

Blas permanecía inerte, con los ojos en blanco y medio cerrados. Una baba se escapaba por la comisura de sus labios. Con la cabeza inclinada, emitía un balbuceo incoherente al que acompañaba un gorgoteo sordo de saliva acumulada y mala respiración.

El corazón me latía a mil por hora y recuerdo que me preocupé de que aquel bombeo se escuchara en toda la estancia.

No hubo tercer aviso. El chino se acercó al sofá y agarró por las trenzas a Nadine, arrastrándola hasta donde yo me encontraba. La arrojó a mis pies y acercándose mucho a su cara le gritó:

-Puta de mierda si yo digo que vengas, tú vienes.¿Entendido?

Ver a Nadine a tan corta distancia me impresionó de veras. Las gruesas cicatrices que recorrían su rostro de lado a lado eran mucho más claras que su piel, rugosas y erosionadas. Su nariz, sus labios, sus orejas, todo era inconmensurable. No lloraba, pero su respiración era cada vez más agitada y sus ojos estaban a punto de salirse de las órbitas.

-¡Ahora se lo vas a enseñar¡- volvió a gritar, arrancando de un tirón su peluca de trenzas y descubriendo una malla marrón que cubría un cráneo rapado al cero.

Después la abofeteó. Una, dos, tres veces. Nadine se reincorporó, poniéndose de rodillas, sangraba por la nariz y su vestido amarillo estaba salpicado de gotas de sangre.

-¿Se lo vas a enseñar ahora?- repitió, propinándole una patada en el estomago que la dejó doblada en el suelo sin respiración

-¡Déjala, por favor¡– grité, con lagrimas en los ojos.

El chino, dio un paso. Me agarró por la pechera, levantándome con asombrosa facilidad, y después me arrojó contra la pared de latón de la caseta.

-Luego hay más- se limitó a decir, señalándome con el dedo.

Entonces Nadine lo hizo. Profirió un alarido profundo y gutural, me miró a los ojos y abrió la boca. Detrás de aquellos grandes dientes blancos no había nada. Solo una cavidad enorme y vacía hasta su garganta.

-Muy bien Nadine- dijo el chino en tono condescendiente, como si se dirigiera a un niño. - Ahora saca la lengua.

Ella hizo un esfuerzo que acabó en arcada. Tosió durante un rato. No había nada que mostrar. Después se puso a llorar.

El chino que se retorcía de la risa.

-También tiene sus desventajas. No te creas.- es lo que alcancé entender entre sus carcajadas.

A cámara lenta, así es como recuerdo lo que ocurrió a continuación. Si alguna vez habéis sufrido un accidente, sabéis a lo que me refiero. Esa forma que tiene el tiempo de ralentizarse en ocasiones, como si alguien ajeno estuviera observando nuestras acciones y tuviese la capacidad de fraccionarlas en una sucesión de fotogramas.

En algún momento de aquella penosa escena, Blas debió despertar de su opiáceo letargo. Cuando me percaté de ello, él ya estaba de pie. Deambulaba como un sonámbulo por el fondo de la caseta. Entonces con total parsimonia observó a su alrededor con sus ojos de cegato, parecía que tuviese todo el tiempo del mundo para tomar una decisión. Después se detuvo, agarró por la base un pie del que colgaba un micrófono. Eligió bien, uno macizo, de base redonda y metálica. Se colocó detrás del chino y simplemente lo dejó caer. El chino dejó de sonreír y una mueca de incredulidad se dibujó en su demacrado rostro. Me miró por última vez a los ojos y cayó al suelo como un saco. Instantáneamente, un gran reguero de sangre comenzó a brotar de la parte trasera de su cabeza. Nadine se dio la vuelta sorprendida y miró a Blas, con su mutilada boca abierta.

-Vámonos de aquí, tío- dijo Blas, recogiendo su zurrón del sofá, ahora con urgencia.

Nadine, agarró la cabeza del chino, tapando la brecha con una de sus grandes manos. La estampa era un cuadro. Entonces me acordé de Luisito, debía estar al llegar. Aún me temblaban las piernas. Blas me esperaba en la puerta. Miré por última vez a Nadine. Seguía de rodillas. Sus dedos estaban llenos de sangre. Sin la peluca, sus cicatrices brillaban todavía más bajo la escasa luz de la caseta. Había dejado de llorar y comenzado a musitar una especie de melodía nasal que me recordó a una nana.

-Vamos- repitió Blas, tirando de mí.

En cuanto salimos de la caseta, clavé las rodillas en el suelo y vomité. Blas puso sus manos sobre mi frente y después susurró: -Ella era un tío-.

Así era Blas.




Epílogo



El truco por el cual los refranes siempre aciertan, consiste en que todos esconden tras de sí a su propio antagonista; así el chino, como el mal bicho, al final murió, pero no lo hizo aquella noche. Supongo que Luisito llegaría a tiempo de llevarle a un hospital y los médicos pudieron detener la hemorragia. Tuvo suerte. Posteriormente también averigüé que en aquella velada, que accidentalmente compartimos, estaba en uno de sus permisos penitenciarios. Efectivamente, como había vaticinado, el padre de Matías le había ofrecido el terreno. Lo que el chino no sabía es que ya estaba embargado. Unos meses después de aquel episodio, el padre murió. El chino no pudo asistir al entierro, aunque no creo que le importase demasiado. Las Furcias se quedaron sin local y al final se disolvieron sin haber dado ni un solo concierto. Después Marta se fue a estudiar periodismo a Barcelona, y cuando acabó la carrera decidió quedarse ya para siempre. La muerte de Matías Castro, alias el chino, fue bastante sonada. Aprovechando otro de sus permisos, se asoció con un par de búlgaros para hacerse un banco a las afueras de Madrid. La cosa se complicó, tomaron de rehenes a dos chicas que estaban de prácticas en el banco, exigieron una furgoneta y más dinero en metálico y en la huida se estrellaron contra un árbol. Todos murieron en el acto.

De Juan José Blas poco puedo contar. Como dije antes, aquella noche fue la última vez en la que nos vimos. Cuando escapamos del chamizo, decidimos regresar a pie, tratando de evitar la carretera general. No teníamos otra opción. Lo hicimos por los prados, senderos y vertederos que unen el extrarradio con la civilización. Entre la oscuridad, el cansancio y la cojera de Blas, vimos amanecer en el momento de separar nuestros caminos, a la entrada de la ciudad. Hasta el día de hoy. Pocos meses después me enteré de que estuvo ingresado en el hospital, tras sufrir una embolia pulmonar. La desidia hizo que no fuera a visitarle, aparte de que supuse que quizás le incomodarían las visitas. Un par de años más tarde alguien me dijo que se le había encontrado vagando por Lanzarote y que tenía buen aspecto. Le visualizaba leyendo a Rimbaud, sentado en una terraza al pie de un volcán, con un sombrero de paja que protegiera su calva, mirando al mar. También escuché otras historias que no dejaban al poeta en tan buen lugar. Mentiras y traiciones. Gente a la que debía mucho dinero, lo cual impedía que regresase a una ciudad donde aparte de un padre con alzheimer no tenía nada más. De vez en cuando pienso en él. Imagino que está bien, solo un poco más mayor, que sigue cabalgando, pero que lo tiene todo controlado. Así es como le imagino, aunque no lo haga a menudo.




Felpudos

Buscó la felicidad
debajo de los felpudos:
de mansiones victorianas,
en pocilgas y arrabales
En los clubs de carretera,
y en panfletos parroquiales.
En favelas empinadas,
en palacios sin cristales.
En los bosques de eucalipto
y en las sendas de amapolas
de los campos
de las minas de diamante.
Y cuando ya creyó hallarla,
palparla por un instante,
era polvo acumulado.
un bunker para cobardes.

-Juan José Blas-



1 comentario:

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