jueves, 17 de noviembre de 2016

Tierra sumergida (I)




CAPÍTULO I


Pelea en el Canal





    Primero lo dice suavemente, para sí mismo, como si necesitara reafirmarse. Después vuelve a repetirlo mucho más alto: Vos-sos-un-hi-jo-de-pu-ta, enumera, masticando cada sílaba. Pienso por un instante que quizás estén de broma y no se hayan enterado. Esa forma de decirlo. Casi me rio, puede que lo haga. Tengo claro que el asunto va en serio cuando el más bajito se quita la camiseta. Siempre creí que eso no era más que una liturgia intimidatoria, pero en cuanto me engancha por la manga soy consciente de que yo también debería habérmela quitado. Tiene la cabeza afeitada, en el pecho tatuado un gran yin yang y es algo bizco. El otro vigila. Gira rítmicamente la cabeza hacia atrás sin mover apenas el cuerpo, como si sus piernas estuvieran atornilladas al suelo. Es alto, de pelo castaño, peinado en su propia grasa. Simula estar más tranquilo. Trato de hacer contacto visual con él, pero sus ojos se parecen los de un muerto y no me ofrecen réplica alguna. Digo algo. Cualquier cosa. Algo del tipo: ''Pero tíos ¿Que pasa?''. Lo que sea. Algo que ni siquiera a mí llega a convencerme. ''Bien vos sabés'' me responde el calvo. Ahora puedo escuchar como las costuras de mi camisa van soltándose una a una, despacio. Levanto las manos en son de paz y recibo el primer golpe. Es a la altura de la oreja izquierda. Un golpe torpe. Diría que su primera intención ha sido la mandíbula - reflexiono sin prisa. Si has estado en más peleas sabes que, en cierta forma, todo se ralentiza; y si gestionas bien los nervios, tienes tiempo para meditar el próximo movimiento. A pesar de que parece haber fallado su primer objetivo, la boca empieza a saberme a hierro y me pitan los oídos.


    El sol aún no se ha ocultado entre los canales y sus destellos naranjas parpadean sobre el agua turbia. Todavía es pronto para esto -pienso- antes de llevarme un nuevo golpe, ahora a la altura de las costillas. No estoy metido en faena. Maldita Heineken. Mira que siempre juré que esa cerveza era pis. Visité el museo (por llamarlo de alguna manera) esta misma mañana. Todo muy higiénico, repleto de turistas con pantalón corto y lucecitas verdes. Nada que ver, más allá de la barra libre.


     Pasado este lapso, presencio como ''ojosdemuerto'' se desatornilla del suelo, para después dirigirse hacía mí decidido. Me acerco a la barandilla y trato de arrancar la cadena de una de las bicis allí candadas. No lo consigo. Me doy media vuelta y lanzo una patada al azar que impacta en el pecho del bajito. Cae al suelo. El otro me agarra por el cuello. Logró zafarme por un momento, pero ya estoy vendido. Así que salto a la parte baja del canal justo en el momento en el que tengo de nuevo a los dos pegados a mi espalda. Calculo mal el salto y caigo sobre uno de los escalones del empedrado, que está a la altura del agua. Me parece escuchar un leve crujido. Probablemente un tobillo. Su puta madre, grito. Desde arriba, un muchacho asiático con el pelo teñido de rubio graba la escena con su teléfono de ultimísima generación. Le dedico un corte de manga mientras me alejo cojeando del plano como un Frankenstein herido, siguiendo la senda del canal hacia arriba, mientras el murmullo se va alejando. Aún queda tiempo para que algunas botellas sobrevuelen mi cabeza. Me rozan, así que me pego al muro de piedra tratando de esquivarlas. De paso tomo un respiro y trato de hacer balance de daños. Compruebo que el tobillo no está roto; y a excepción de un molesto latido en las sienes, por ahora no encuentro nada más. El alcohol, la farla y las endorfinas funcionan todavía a pleno rendimiento. Puedo oír mi corazón, sonando como un gran tambor africano dentro del pecho. Tengo un buen subidón, de eso no hay duda. Ese es todo mi diagnóstico.


     Continúo remontando la senda del canal durante un rato, mientras voy recuperando el aliento. Un poco más arriba se acaba el empedrado y comienzan las plataformas de madera que conducen a la zona de las casas flotantes. Creo que ya he dado esquinazo a los argentinos, así que improviso una danza de la victoria sobre el malecón. Desde la cubierta de una de las casas-barco, una mujer de larga melena blanca me observa. Sostiene un gato enorme entre sus brazos, también de pelo blanco reluciente. Es el gato más grande que he visto en mi vida. Ambas figuras dibujan una silueta inquietante sobre el horizonte. Detengo avergonzado mi ridículo baile y saludo tratando de sonreír, levantando el brazo. Ella parece no inmutarse. Se da la media vuelta y se dirige hacia la puerta, deslizándose lentamente por la cubierta, como en una de esas películas de terror japonesas. Cuando desaparece, me doy cuenta de que ya es casi de noche y ha empezado a levantarse una ligera niebla sobre el agua. Justo detrás de la casa de la vieja del gato, diviso unas pequeñas escaleras de metal que ascienden hacia la calle. Menos mal, pensaba que iba a tener que rodear todo el puto canal para volver a la civilización. La ciudad está bajo el nivel del mar, o eso aseguró una chica catalana que se sentó a mi lado en el autobús turístico. No lo acabé de entender bien ¿Bajo el nivel del mar? En fin. Mientras me acerco a la escalinata pienso de nuevo en lo que me ha traído aquí. No lo hago a propósito, simplemente me viene sin quererlo a la cabeza. Así que hago un esfuerzo. No es el momento, ahora toca disfrutar - me digo- dándome ánimos.


     Consigo desechar por completo el pensamiento cuando llego a la parte de arriba y palpo de nuevo el bolsillo trasero de mi pantalón. Allí está todavía la cartera. La abro. Doscientos cuarenta euros, repartidos en billetes de veinte y cincuenta, y algo de calderilla. Mucho más de lo que imaginaba. ¡Bien, joder¡ exclamo, haciendo un gesto con el puño cerrado y girando sobre mí. Además del dinero, la cartera contiene un par de condones, un carnet de socio de River Plate, algunas tarjetas sin valor y un pasaporte que reza: Armando Luis Paniagua. Buenos Aires. Fecha de nacimiento: 1983. Mal llevados -pienso-. En la foto aparece sonriente, peinado con raya al medio y no hay rastro de estrabismo. Doblo los billetes con cuidado y los guardo en el bolsillo interior de los vaqueros, también salvo los condones. Después arrojo con fuerza la cartera hacía el canal. Lo hago con un golpe seco de brazo, tratando de darle efecto. No puedo ver donde cae, pero sé que ha sido un buen lanzamiento cuando escucho el lejano chapoteo.


    Comienzo a caminar por la parte alta, siguiendo el cauce del canal, hacía el centro. Todavía cojeo un poco. Ahora me encuentro en una zona residencial, alejada del bullicio. Parece un lugar solitario y tranquilo. Casas de dos plantas con jardín se agolpan al pie de la carretera. Es un barrio de clase media- alta, no hay duda. Justo en la casa que tengo enfrente, una familia se dispone a cenar. Aquí lo hacen muy pronto. Una estampa familiar y relajada bajo una pálida luz fluorescente. Los padres son rubios y altos, parecen hermanos. Les acompañan dos niños. Uno es rubio como ellos, el otro diría que oriental. También hay dos gatos persas. Mientras comen no se dirigen la palabra, concentrados en los alimentos. En la mesa hay carne estofada, ensalada y puré de patata, además de una jarra grande con algo que parece limonada. No hay persianas. Ya me he dado cuenta de que aquí parecen no necesitarlas. Sobre el césped del jardín hay dos bicis cruzadas, una encima de otra. Me acerco despacio, tratando que no me vean. Me agacho con cuidado y cojo la que parece más grande. La arrastro sobre la hierba hasta que desaparezco de su campo visual. Después subo el sillín hasta que hace tope, me monto sobre ella y desciendo a todo lo que dan los pedales, por la calle adoquinada, en dirección hacía el barrio rojo.


    Recorridas algunas manzanas, me doy cuenta de que no ha sido buena idea tomar prestada la bicicleta. Es demasiado baja, y esto sumado al pavimento irregular (extrañamente aquí no hay carril bici), hace que en un par de ocasiones esté a punto de dar con mis huesos en la carretera. Así que la dejo apoyada sobre unos matorrales y me dispongo a coger un tranvía. No tardo en hacerlo. Subo y me siento en la parte trasera. Percibo que algunos pasajeros me miran de reojo. Es lógico; el cuello de mi camisa pende en jirones, dejando al descubierto medio pecho peludo; y una de las mangas la llevo casi colgando. Aparte, los pantalones moteados con salpicaduras de barro no ayudan a mejorar mi aspecto. Pienso entonces si debiera de pasar por el hotel, me coge de camino, pero declino rápidamente la idea.


    Me apeo un par de paradas antes de llegar a mi destino, en la avenida Damrak. Lo hago para retomar fuerzas. Las necesitaré para afrontar lo que me espera. Entro a una taberna irlandesa, lo supongo por la tipografía celta del luminoso que hay sobre la fachada. El local se encuentra prácticamente vacío a esta hora. Resulta ser una franquicia decorada con mal gusto, repleta de grandes mesas de madera que quisieran ser antiguas. Huele a recién pintado y a desinfectante, por lo que no creo que el garito lleve abierto más de una semana. Pido una pinta y dos chupitos de ron, indicando con el dedo a la camarera a que mesa quiero que me lleve las bebidas. También pido unos nachos con queso fundido. No tengo apetito pero sé que meterme algo caliente al cuerpo no me va a venir nada mal. Después voy al aseo y trato de adecentarme un poco. Me siento cansado y desencajado. Así que evito mirarme en el espejo mas tiempo del necesario, lo justo para peinarme y refrescarme la cara. Luego entro al retrete y aprovecho para mear y meterme un tiro de anfeta. Tengo que dosificar lo que me queda. En esta ciudad, si lo tuyo no es el cannabis (en mi caso no lo es), lo más probable es que te vendan cualquier mierda. Aparte de que paso de ir por ahí buscando a un negro que me parezca de fiar. En realidad, no me lo parece ninguno.


    Cuando salgo del lavabo, las bebidas ya se encuentran en la mesa. Junto a ellas la camarera espera, con los nachos en una bandeja, plantada como una estatua. Es gorda y tiene unas manchas claras en la cara que parecen parches. Intuyo que no se fía de que vaya a pagar las consumiciones. Antes de sentarme saco un billete de 50 euros del bolsillo y se lo extiendo. Cuando casi lo tiene entre los dedos, lo suelto y cae al suelo. Se agacha con cierta dificultad, y yo sin moverme la espeto, lo más afectadamente que puedo: Sorry madamme. Mientras vuelve hacia la barra, toso exageradamente y después mascullo entre dientes: Puta vaca holandesa de mierda. Se da la vuelta un instante y la ofrezco una amplia sonrisa. Apuro la pinta de un par de tragos y los chupitos tampoco tardan en caer. Pruebo uno de los nachos con queso, pero tengo el paladar destrozado después de tantos días de fiesta. Cuando regresa la camarera con la vuelta, estoy tratando de enviar un mensaje de texto, pero me siento totalmente bloqueado. No es el momento -me digo-. Tres días con el teléfono apagado y me he encuentro con más de cincuenta mensajes almacenados. Paso de ponerme a leerlos ahora. Joder ¿pero ya han pasado tres días? No me lo puedo creer. Mañana encontraré la solución. Fijo que lo haré. El carraspeo de la camarera, que ya lleva un rato esperando, me hace regresar a la realidad. Levanto la cabeza del teléfono, aturdido, mientras ella posa de un fuerte manotazo el cambio sobre la mesa. Sus manos también son gordas y tienen manchas. Entonces me mira por primera vez a los ojos y exclama en un español perfecto: Tu vuelta, gilipollas. Me marcho pitando de allí, y obviamente, no dejo propina.


     En cuanto piso de nuevo la calle, observo que la avenida ya ha comenzado a animarse. Un grupo de chicas, todas en minifalda, cruzan el paso de cebra a paso ligero. Examino sus culos, moviéndose al compás, es algo hipnótico. Ahora, desde la otra cera, cuchichean entre ellas, riéndose y señalándome. Soy consciente de que mi aspecto es lamentable y de que así no me van a dejar entrar en ningún antro donde haya portero, por lo que tomo la determinación de comprarme algo de ropa. A estas horas, la única solución que se me ocurre es la de abastecerme en una tienda de turcos, la ciudad está repleta de ellas. Encuentro una, un par de manzanas más adelante. De esta forma logro deshacerme de la camisa rota, la cual sustituyo por una equipación (seguramente falsificada) del Ajax F.C, con el numero 10 a la espalda. Intento llevarme solo la camiseta, pero el turco me obliga a comprar el lote completo, el cual incluye pantalón y medías. Pack, Pack, Pack- repite con una voz aguda y nasal. Paso de ponerme a discutir con él. Le pago y me voy. Cuando salgo, lo primero que hago es tirar el pantalón de deporte y las medias a una papelera, junto a mi camisa rota. No parecer un mendigo hace que me sienta un poco mejor, y aunque con estas pintas no soy el colmo de la elegancia, al menos logro pasar desapercibido entre la multitud. Una multitud que se arrastra como una ola de carne perversa hacía el barrio rojo, y a la cual, sin dudarlo un solo instante, me acoplo.






(continuará)




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