Pelotas
El
patio del parvulario limitaba al norte con uno de los muros de la
prisión provincial; un alto paredón de cemento flanqueado en sus
extremos por dos pequeñas garitas donde, más o menos, cada media
hora se asomaba un guardia civil. Desde abajo los niños, entre
juegos y peleas, asistíamos con desinterés a esta rutina; la cara
somnolienta del agente que se encendía un pitillo y se abrigaba
ajustándose la capa. Después tosía una tos perruna, diría que
exagerada, como si quisiera hacerse notar. Echaba una rápida mirada
a los lados y volvía a desaparecer.
Era
entonces cuando entraban en acción. Dos muchachos flacos y morenos
saltaban la barandilla de nuestro patio y de una mochila de deporte
naranja sacaban varias pelotas de tenis. Siempre vestían con
vaqueros ajustados y olían desde lejos a sudor. Ejecutaban con
urgencia, aunque no se mostraban nerviosos. Jamás se dirigían entre
ellos la palabra y mucho menos a nosotros. Arrojaban las pelotas por
encima del muro y acto seguido desde dentro de la prisión comenzaba
a escucharse un ligero rumor; un murmullo siempre controlado y
discreto que no parecía perturbar la paz del picoleto. Las pelotas
al caer botaban solo una vez, emitiendo un golpe seco, como si
pesaran mucho. Tras aquellos muros parecía disputarse un partido de
tenis donde el público permanecía atento, siguiendo el juego en
silencio. Un Wimbledon taleguero donde el premio no era para el
jugador sino para el recogepelotas. Algunas de ellas no rebasaban el
muro y se perdían entre las zarzas de nuestro patio. La acción
apenas duraba unos instantes. Los muchachos, acabada la tarea,
saltaban ágilmente la valla de vuelta y solo dejaban tras de sí el
estruendo de su moto perdiéndose entre las calles.
En
cuanto desaparecían, los niños nos apresurábamos a recoger las
pelotas que no habían llegado a su objetivo y peleábamos por
hacernos con ellas. El simple hecho de coger una ya suponía todo un
triunfo. Allí empecé a comprender que era mejor no vanagloriarse
demasiado de los pequeños éxitos, y que en ocasiones permanecer
callado era la mejor opción. Las profesoras corrían con torpeza
tras los niños que se hacían con las pelotas. Se las arrebataban de
las manos para después zarandearlos y azotarlos en el culo. Algunas
veces tras lo acontecido venía la policía, pero esto no ocurría
siempre. La última vez que vinieron se llevaron a la señorita Laura
esposada y yo me alegré de verás, pues solía pegarnos en la mano
con la regla y en cuanto tenía ocasión nos llamaba fracasados y
monigotes. Por lo visto, en el cajón de su mesa habían encontrado
unas cuantas pelotas. Ella juró y perjuró que
algún niño las habría dejado allí. Por el patio caminaba
cabizbaja, escoltada por dos hombres que fumaban y llevaban gafas
oscuras. No la volvimos a ver, como tampoco al guardia de la garita.
Quizás enfermó de los bronquios o le cambiaron de destino.
Los muchachos también dejaron de venir a la hora del recreo, aunque las pelotas siguieron ocasionalmente apareciendo, esparcidas por el patio. Después una carretera acabaría por separar la carcel del recinto escolar y nada volvería a ser lo mismo. Nosotros
crecimos, nos hicimos hombres, pero jamás abandonamos el barrio. Pertenecemos a él como él nos pertenece a nosotros. Conocemos cada una de sus grietas, todos sus
recovecos. Hoy es el día en el que yo y alguno de mis
compañeros, cuando suena la sirena del recreo, nos dejemos caer por el
otro lado del muro a ver si tenemos suerte y encontramos alguna
pelota extraviada. Comprended que aquí adentro hay poco más que
hacer. Todavía no hemos encontrado ninguna. Por lo que supongo, a estas
alturas, aquellos dos muchachos ya habrán cambiado de sistema.
Este relato fue publicado originalmente en el número #05 del fanzine Rubor Poscoital.
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