viernes, 3 de junio de 2016

Pelotas

 

Pelotas


El patio del parvulario limitaba al norte con uno de los muros de la prisión provincial; un alto paredón de cemento flanqueado en sus extremos por dos pequeñas garitas donde, más o menos, cada media hora se asomaba un guardia civil. Desde abajo los niños, entre juegos y peleas, asistíamos con desinterés a esta rutina; la cara somnolienta del agente que se encendía un pitillo y se abrigaba ajustándose la capa. Después tosía una tos perruna, diría que exagerada, como si quisiera hacerse notar. Echaba una rápida mirada a los lados y volvía a desaparecer. 
 
Era entonces cuando entraban en acción. Dos muchachos flacos y morenos saltaban la barandilla de nuestro patio y de una mochila de deporte naranja sacaban varias pelotas de tenis. Siempre vestían con vaqueros ajustados y olían desde lejos a sudor. Ejecutaban con urgencia, aunque no se mostraban nerviosos. Jamás se dirigían entre ellos la palabra y mucho menos a nosotros. Arrojaban las pelotas por encima del muro y acto seguido desde dentro de la prisión comenzaba a escucharse un ligero rumor; un murmullo siempre controlado y discreto que no parecía perturbar la paz del picoleto. Las pelotas al caer botaban solo una vez, emitiendo un golpe seco, como si pesaran mucho. Tras aquellos muros parecía disputarse un partido de tenis donde el público permanecía atento, siguiendo el juego en silencio. Un Wimbledon taleguero donde el premio no era para el jugador sino para el recogepelotas. Algunas de ellas no rebasaban el muro y se perdían entre las zarzas de nuestro patio. La acción apenas duraba unos instantes. Los muchachos, acabada la tarea, saltaban ágilmente la valla de vuelta y solo dejaban tras de sí el estruendo de su moto perdiéndose entre las calles. 
 
En cuanto desaparecían, los niños nos apresurábamos a recoger las pelotas que no habían llegado a su objetivo y peleábamos por hacernos con ellas. El simple hecho de coger una ya suponía todo un triunfo. Allí empecé a comprender que era mejor no vanagloriarse demasiado de los pequeños éxitos, y que en ocasiones permanecer callado era la mejor opción. Las profesoras corrían con torpeza tras los niños que se hacían con las pelotas. Se las arrebataban de las manos para después zarandearlos y azotarlos en el culo. Algunas veces tras lo acontecido venía la policía, pero esto no ocurría siempre. La última vez que vinieron se llevaron a la señorita Laura esposada y yo me alegré de verás, pues solía pegarnos en la mano con la regla y en cuanto tenía ocasión nos llamaba fracasados y monigotes. Por lo visto, en el cajón de su mesa habían encontrado unas cuantas pelotas. Ella juró y perjuró que algún niño las habría dejado allí. Por el patio caminaba cabizbaja, escoltada por dos hombres que fumaban y llevaban gafas oscuras. No la volvimos a ver, como tampoco al guardia de la garita. Quizás enfermó de los bronquios o le cambiaron de destino. 
 
 
Los muchachos también dejaron de venir a la hora del recreo, aunque las pelotas siguieron ocasionalmente apareciendo, esparcidas por el patio. Después una carretera acabaría por separar la carcel del recinto escolar y nada volvería a ser lo mismo. Nosotros crecimos, nos hicimos hombres, pero jamás abandonamos el barrio. Pertenecemos a él como él nos pertenece a nosotros. Conocemos cada una de sus grietas, todos sus recovecos. Hoy es el día en el que yo y alguno de mis compañeros, cuando suena la sirena del recreo, nos dejemos caer por el otro lado del muro a ver si tenemos suerte y encontramos alguna pelota extraviada. Comprended que aquí adentro hay poco más que hacer. Todavía no hemos encontrado ninguna. Por lo que supongo, a estas alturas, aquellos dos muchachos ya habrán cambiado de sistema.



Este relato fue publicado originalmente en el número #05 del fanzine Rubor Poscoital.


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